Fue un español, Ramón del Valle-Inclán, el primero, hasta donde yo recuerde, en tomar como personaje central de una novela a un dictador latinoamericano. Su novela, Tirano Banderas, se publicó por primera vez en 1926.
Valle-Inclán no hizo referencia a un dictador en especial; su Banderas es una especie de prototipo. A partir de allí, el tema de las dictaduras ha sido una veta muy rica para la literatura, especialmente latinoamericana. A ella acudieron con buena fortuna, citándolos por orden cronológico, Augusto Roa Bastos (Yo el Supremo), Gabriel García Márquez (El Otoño del Patriarca) y más recientemente Mario Vargas Llosa (La Fiesta del Chivo).
Gracias a dos de estos escritores, cuando menos un par de execrables dictadores, el paraguayo José Gaspar Rodríguez de Francia, conocido como el “Doctor Francia”, y el dominicano Rafael Trujillo, alcanzaron el dudoso privilegio de pasar a la historia de la literatura.
Este repaso literario me surgió el jueves anterior, cuando la antes Suprema Corte de Justicia de la Nación se plegó vergonzosamente a los caprichos del presidente Andrés Manuel López Obrador, al aprobar la consulta popular sobre si se debe o no enjuiciar a los expresidentes Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.
La postura de la mayoría de los miembros de la Corte, a la que debemos retirar el adjetivo de Suprema, pues ya se lo regaló en charola de plata y adornada con un moño al jefe del Poder Ejecutivo, en realidad el único sobreviviente de la división clásica de los tres poderes de Gobierno propuesta por el barón de Montesquieu en 1748. El sometimiento de la Corte volvió a López Obrador una segunda edición de la novela Yo el Supremo, de Roa Bastos.
Porque ni caso tiene hablar del otro Poder, el Legislativo, teóricamente el de más peso en la balanza de la toma de las decisiones, pues la mayoría de diputados de Morena se obstina todos los días en demostrar una babeante sumisión al tabasqueño.
El jueves fue un día triste, fatal para la democracia. El Presidente queda solo en el escenario y su voz es la única que se escucha, pues diputados, senadores y ministros de la exsuprema Corte de Justicia decidieron sacrificar sus autonomías en la pirámide dedicada al Gran Tlatoani.
Quizá no debe extrañarnos. El Presidente se ha dedicado los casi dos años de su mandato a desmantelar instituciones que hasta hace poco gozaban de cierta autonomía. Ya desde antes, como candidato derrotado, las mandó “al diablo”. Y esa es una de las pocas cosas en las que ha mostrado eficacia su Gobierno.
Pero me corrijo, AMLO no ha mandado al diablo a las instituciones, las envió directo a La Chingada, su rancho en Chiapas, donde debe de tener una sala para arrumbar trastos inútiles. Allí se empolvará, entre otras, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
Él, que presume tener como modelos a Francisco I. Madero y a Benito Juárez, con un ridículo disfraz lleno de rotos por donde brota a borbotones la mugre del entreguismo y la lambisconería, actúa igual que Victoriano Huerta, quien no se anduvo con rodeos y disolvió el Congreso. El asesino de Madero también mandó a la chingada a las instituciones, sin ser el propietario de un rancho con tan sonoro nombre.
Acostumbrémonos: este dejó de ser un Gobierno para convertirse en un monólogo a cargo de Andrés Manuel López Obrador, Yo el Supremo, dicho pidiendo perdón del maestro Augusto Roa Bastos por utilizar el título de su gran novela.
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