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Coahuila

Una gran lección de vida

Por María del Carmen Maqueo Garza

Hace 1 hora

Esta semana falleció un compañero de mi generación de Medicina en la unidad Torreón de la UAdeC: Alejandro Pérez Moya, a quien todos identificábamos por su apodo: “El Taka”. Con este compañero coincidí en el mismo grupo los cinco años de carrera. Es alguien a quien siempre recuerdo con su mirada brillante y una gran sonrisa estampada en el rostro. Ahora se nos ha adelantado después de una etapa dificultosa en su vida, batallando con una enfermedad muy desgastante. Sé que, en este nuevo ciclo de su camino, desde donde quiera que esté, se hallará esbozando otra vez esa gran sonrisa, que en vida siempre lo caracterizó.

Los seres humanos somos muy peculiares en nuestros pensamientos. Abordamos la muerte como algo que les va a suceder a los demás, no a nosotros. Desde la infancia media, cuando tomamos conciencia del significado de la muerte porque fallece algún abuelo, se instala en nosotros ese pensamiento mágico que señala que es un fenómeno que ocurrirá en otros, nunca en nosotros. Desde esta negación solemos desperdiciar mucho tiempo, como si la vida fuera elástica, no se consumiera, y siempre tuviéramos la oportunidad de volver a empezar algo que habíamos descuidado anteriormente.

Un pensamiento muy oriental, que haríamos bien en asumir, es el de la propia caducidad. Como espíritus envasados en un cuerpo finito, conforme pasa el tiempo vamos a sufrir desgaste de este envoltorio humano y eventualmente la muerte. Lejos de resultar un asunto alarmante para deprimirnos, conviene entender esa finitud frente al tiempo como un metrónomo que mide nuestro avance personal. En más de una ocasión he comentado por aquí la maravillosa actitud de despertar cada mañana dispuestos a “aprender a morir”. Esto es, en disposición de aprovechar todo cuanto tenemos al alcance para hacer de este día el más significativo de nuestra biografía.

Esa misma negación nos descoloca cuando estamos frente a un ser querido que padece una enfermedad. Le expresamos los mejores deseos que no siempre van acordes con la realidad que está viviendo. No sé si con el alma o solo con la palabra, invocamos la presencia de una cura milagrosa frente a cualquier padecimiento, independientemente de su origen o su avanzada evolución. Siento que es más provechoso apelar a la fortaleza o a la resiliencia del enfermo, o a la amorosa atención de sus cuidadores, más que a eventos mágicos poco probables.

Mucho se logra cuando nos colocamos en la realidad del aquí y del ahora –el momento presente—y es a partir de este como enfocamos nuestra existencia, estableciendo propósitos de vida que comenzamos a cumplir poco a poco, con plena conciencia, desde un primer paso y siempre hacia adelante. Según la filosofía de oriente, es solamente de esta forma, viviendo el presente a profundidad, como se logra saborear la felicidad. Mediante el disfrute de lo que hay, sin estar atados a un pasado que ya no existe, ni en búsqueda de adelantar el tiempo futuro, ese que aún no llega.

Cuando observamos a los niños en sus juegos, descubriremos esa maravilla tan suya: Ellos viven a fondo el momento presente, haciendo volar la imaginación, que convierte lo ordinario en extraordinario, para disparar el goce del momento. Algo similar hacen los perros, ellos saben disfrutar lo que hay en el momento presente, sin preocuparse por lo que vaya a pasar más delante. En cambio, nosotros, los adultos pensantes, solemos cargar una losa de cosas pasadas y además vamos en contra de los vientos de futuro que imagina nuestra mente, en lugar de fluir con lo que es, de aceptar una realidad tal y como se presenta, y aprender a sacar de ella el mayor provecho. Porque, así sea en las condiciones más desfavorables, algo hemos de aprender siempre de cualquier experiencia. Frente a un obstáculo que enfrentamos, en el mejor de los casos logramos una victoria, definitivamente, pero siempre obtenemos una lección que nos queda para toda la vida.

Mi querido compañero el “Taka” ha cumplido ya con esta etapa terrenal y sigue su camino. A los que nos quedamos corresponde dar las gracias al cielo por haber coincidido con él en esta etapa, y luego regresar a nuestro diario picar piedra, trabajando por hacer de la nuestra, una existencia auténtica y con significado. Que el día que la vida nos plantee otras condiciones, como la enfermedad desgastante o la muerte, logremos asumirlas como lo que son, una parte del camino a enfrentar con todos nuestros recursos de conciencia.

Descanse en paz, mi buen amigo Alejandro. Su partida deja una impronta única entre todos los que le conocimos y hoy podemos afirmar, que su paso por este mundo representa una gran lección de amor a la vida.

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