Coahuila
Hace 3 dias
Por lo menos en la agenda pública, la palabra del 2025 en Saltillo es “movilidad”. Pero su significado plantea un problema: cómo hacemos para salir del atolladero en que se convirtió la ciudad gracias al boom expansivo de vehículos que, de una década a la fecha, se duplicó y embotelló las vialidades.
No, no se pueden “imprimir” más puentes; de poco servirían segundos pisos, en estricto sentido urbanístico.
Pasamos de una ‘joroba’ parte del paisaje (LEA y V. Carranza) a 23 pasos a desnivel vehiculares. Indirectas invitaciones (incitaciones, sería un término más preciso) a conducir. Y así sucedió: en 2025 un total de 410 mil unidades automotrices engrosan el padrón registrado en Saltillo. El doble de hace una década. Sumando el tránsito de la Región Sureste de Coahuila, en un día normal suponen medio millón rodando por la carpeta asfáltica.
En ese contexto las intervenciones urbanas iniciadas por la presente Administración municipal 2025-2027 demuestran un diagnóstico previo, y profundo conocimiento del tema. A escasos 26 días de haber tomado posesión, existe precisión oficial en tiempo y espacio sobre semáforos, aforo, cruceros, intersecciones, focos rojos y flujo. Asimismo hay un proyecto integral de “cirugía mayor” cuyas propuestas no suenan mal: “entre 50 y 100” nuevos camiones el segundo semestre del año para destinar a transporte público, subvencionados por el Ayuntamiento, no aumentar su costo pese a ello, avanzar en la credencialización para tarifas preferentes, construcción de paradores, entre otros ajustes paulatinos.
La realidad social, sin embargo, supera cualquier deficiente operatividad. Para describirla, debemos partir de una premisa: el habitante de Saltillo una vez que adquiere un vehículo, por más austero que sea este, no vuelve a subirse a una “combi” ni en defensa propia.
El fenómeno es más profundo de lo que se cree. Pueden pasar generaciones dentro de un mismo núcleo familiar, existir ingresos múltiples por conjunto habitacional, suficientes para la subsistencia y un poco más, y sin embargo no modifican entre todos ellos los elementos primarios de la estructura de su casa, como bardar una obra negra con tarimas de madera sobrantes, cubrir huecos con lonas de campañas políticas en desuso, o dividir espacios con sábanas en lugar de puertas o cualquier elemento al alcance de la mano.
Lo que no perdonan, en cambio, es cambiar de vehículo cada tres años al menos, como dictan los cánones de la urbe para ser persona.
No se trata sólo de poseer uno, hay que actualizar el modelo cada cierto tiempo para no desfasarse. Es un círculo perpetuo del que pocos escapan.
En circunstancias que no suelen ser tan excepcionales, hay hasta media docena de coches por domicilio (el de mamá, el de papá, uno por cada hijo, el de los domingos, el del trabajo, el que prestan al empleado, el que usan para disimular la bonanza económica, el RZR).
Y esto, por increíble que parezca, no es un asunto de nivel socioeconómico alto, sino de status social. Dicho de otra forma: la idea que tienen los otros de uno, y la idea que tiene uno de los otros. No es retroalimentación, sino prejuicios. El “qué dirán”. Es enteramente subjetiva esa interacción.
En el Municipio que abandonó el provincianismo en los ochentas gracias a GM y que gradualmente se convirtió en una metrópoli, corredor de armadoras de automóviles, hay personas que invierten un tercio del día en lavar su auto (lo duchan, lo cepillan, lo exfolian, le ponen crema, le cantan al oído, extienden sus brazos sobre el capot para abarcarlo en un mímico abrazo). Otros, por su parte, más de una ocasión a la semana le mantienen con el cofre levantado durante largos periodos, en el exterior de su vivienda, simulando reparaciones mecánicas interminables como un trabajo de Sísifo que, en lugar de ocasionar hastío debido a lo repetitivo, cumple una función: les mantiene ocupados en algo. No en cualquier cosa, sino en algo importante: el auto; el centro de la comunidad.
¿Ha escuchado usted hablar a un saltillense promedio más allá de sus monosílabos evasivos o breves comentarios forzados acerca del clima, propios de su actitud ultramontana?
Gran parte de la narrativa la compone su trabajo en la industria automotriz, expectativas acerca del mercado del automóvil, nuevos modelos como objeto de deseo, fábricas que llegan y se van. Todo gira en torno a lo mismo. Es un asunto de antropología.
Hay carros yonkeados en cada calle, de cada manzana, de cada sección, de cada distrito, de cada sector de la ciudad. La superficie asfáltica es ocupada por él en todo momento. Nadie es capaz de deshacerse de uno.
Si los saltillenses pudieran entrar en coche a los pasillos del supermercado, lo harían. Ahora bien, si esa es la convivencia, ¿cómo puede florecer entonces la cultura?
Los nuevos negocios en la ciudad inician ideando el espacio de estacionamiento; el equivalente a construir la casa por el tejado. El mandamiento es muy claro: no cuentas con espacio suficiente, estás frito.
No es un caso vinculado al clima semidesértico agreste de la región, que obligue a guarecerse dentro de una burbuja de policarbonato para desplazarse. En la lluviosa Ámsterdam la bicicleta domina y en la calurosa Sevilla también. La bici en Saltillo, en cambio, es el estereotipo de transporte para trabajadores de la construcción o jardineros.
Se trata, más bien, de independencia y autonomía (que no son sinónimos, justo es decirlo) mal concebidas. Segregación social en los hechos.
Si en Veracruz a nadie importa que un taxi colectivo (Tsuru) pueda subir hasta cinco pasajeros por viaje (el quinto elemento va entre piloto y copiloto, justo en el espacio destinado a la caja de velocidades y se tolera pese a ser en los hechos ilegal), en Saltillo cuando alguien sube de casualidad al transporte se acomoda de tal forma en él que quede un asiento libre a su lado, y este no pueda ser utilizado por terceros. Le pone obstáculos de ser preciso.
Individualismo en su máxima expresión.
Cortita y al pie
Si Saltillo tuviese camiones decentes, horarios definidos, gestionados incluso por aplicación para celular en tiempo real, rutas nocturnas, un sistema de prepago eficiente, vialidades exclusivas, capacitación periódica y reeducación o deconstrucción de choferes, según sea el caso, ¿la gente usaría el transporte público en tal medida que fuese negocio?
Pienso que no, ni aún en esas condiciones, por una razón: se asocia el auto con status social. El fenómeno es más complejo de lo que pareciera en la superficie, sin embargo habrá que intentarlo y descartar la hipótesis.
La última y nos vamos
Por lo demás, a Saltillo lo define una leyenda inscrita con ‘chinola’ en la defensa trasera de un desvencijado Tsuru que fue capturado hace años en una fotografía, mientras circulaba éste por el recién inaugurado Distribuidor Vial
“El Sarape” (el nombre más original de la historia, probablemente): “es más gacho andar a pie”.
En Saltillo mi auto, luego existo.
Más sobre esta sección Más en Coahuila