En el centenario de Truman Capote conviene recordar el epitafio que eligió para sí mismo: “Yo aspiro”. La frase define sus exigentes anhelos literarios y su deseo de aceptación. Nacido el 30 de septiembre de 1924, buscó congraciarse con un mundo que lo rechazaba. Hijo de padres divorciados, tomó su apellido de su padrastro, el canario José García Capote. No lo hizo por afecto (algo que siempre le faltó) sino por la eufonía del nombre (requisito de un supremo estilista).
Capote creció en un pueblo conservador de Alabama, donde fue un perfecto inadaptado. Su rostro angelical, su baja estatura y su asumida homosexualidad se convirtieron en los sellos de un heterodoxo dotado de un arma singular: el lenguaje. A los cinco años llevaba un diccionario a todas partes.
En 1948 publicó “Otras voces, otros ámbitos”, que le otorgó una precoz celebridad. En forma reveladora, la novela trata de la búsqueda de un padre y está marcada por una atmósfera fantasmagórica. Los cuentos de “Un árbol de noche” –que traduje hace 35 años– proseguirían su exploración de los sueños nunca realizados de los pequeños pueblos del sur de Estados Unidos, sitios que parecían meros puntos en el mapa y a los que él dotó de vida.
Capote convirtió su condición marginal en virtud narrativa y marca distintiva de su figura pública. Cuando se trasladó a Nueva York, sus sombreros y sus bufandas fueron tan icónicos como las pelucas de Andy Warhol. Con singular atrevimiento, combinó el arribismo con el arte. Maestro del chisme, encandiló a celebridades de las que obtuvo insólitas confesiones. “Truman ha tratado, con algún éxito, de pertenecer a la sociedad de la que yo he tratado, con algún éxito, de escapar”, dijo su colega Gore Vidal, que descendía de un egregio senador ciego y se había criado en la aristocracia política de Washington.
El gusto por la fama no impidió que Capote respondiera a sus exigencias literarias. En uno de sus últimos libros, “Música para camaleones”, señaló que su talento era el látigo que Dios le había dado para fustigarse, y precisó que la diferencia entre la buena literatura y el verdadero arte es “sutil pero salvaje”.
En 1966 publicó la novela sin ficción “A sangre fría”, que narra el asesinato de una familia en Holcomb, Kansas. La noticia era muy conocida, pero él recreó los detalles con sorprendente intensidad. Su destreza para entrar en la mente de los asesinos se debió a la empatía que desarrolló por uno de ellos, Perry Smith.
La novela sólo podía terminar con la ejecución de los protagonistas; la duración del juicio demoró la llegada al punto final; Capote estuvo en el cadalso y algo perdió en ese momento: la muerte de dos criminales cimentó su fortuna.
En sus últimos años emprendió otra novela sin ficción, esta vez sobre la clase alta de Nueva York: “Plegarias atendidas”. Si “A sangre fría” requería de la muerte de los personajes para ser concluida, “Plegarias atendidas” parecía destinada a ser una obra póstuma. Capote cometió el error de publicar en vida tres capítulos que fueron vistos como una traición por quienes le habían confiado sus secretos.
Entre otras cosas, reveló que Ann Woodward había matado a su marido, lo cual provocó que ella se suicidara con los mismos barbitúricos con los que se había suicidado la madre del escritor.
Capote no podía ignorar que sería castigado por su deslealtad. En “Summer Crossing”, novela de juventud publicada después de su muerte, había lanzado una profecía: “me pregunto si, después de todo, no habrá una recompensa en la impopularidad”. Ya célebre, buscó esa punitiva recompensa.
Las figuras amenazantes siempre le parecieron atractivas. El primer cuento de “Un árbol de noche” trata de una persona que compra sueños ajenos; si alguien pide que devuelva el suyo, responde: “ya lo usé”. Compartir la intimidad puede ser dañino.
Expulsado del reino, Capote se refugió en el alcohol y las pastillas. Aunque declaró que cada año vivido en la Costa Oeste te quitaba un punto de cociente intelectual, compró una casa en Palm Springs, donde murió a los 60 años. Al recibir la noticia, Gore Vidal comentó con cruel ingenio: “Fue una buena decisión profesional”.
Como la excepcional protagonista del cuento “Niños en sus cumpleaños”, Truman Capote vivió para retratar y ejercer la inocencia mancillada, las ilusiones de los inadaptados que pierden en la vida, pero ganan en la literatura.
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