Querida lectora, querido lector: ¿has mentido alguna vez?
Estoy segura de que todas y todos, aunque sea solo esporádicamente en nuestras vidas, hemos mentido. Y contestar de manera negativa a esta pregunta sería otra mentira.
Así que esta es una buena ocasión para empezar a ser sinceros y admitir que sí, hemos mentido, mentimos y mentiremos, tanto a las demás personas como, y con mayor frecuencia, a nosotras y nosotros mismos.
¿Por qué lo hacemos? Las razones pueden ser muchas, hasta infinitas. Por lo general, y aparte de los posibles casos patológicos, la mayoría de las personas mentimos para proteger (y protegernos).
Al no decir la verdad, tratamos de proteger a alguien más de algo que quizás les pueda lastimar o de algo del que podemos ser responsables, para que no se enojen con nosotras y nosotros. También podemos mentir para protegernos a nosotros mismos, para no quedar mal, para conseguir algún beneficio o para evitar alguna consecuencia negativa.
También nos podemos convencer del cuento de que hay mentiras buenas o inocentes: las primeras serían las que (pensamos) no hacen daño a nadie. Muy probablemente, este es el tipo de mentira que creemos decir.
Pero también hay mentiras malas, que hieren y lastiman. Y, ¿qué crees? Estoy segura de que este segundo tipo de mentiras son las que nos dicen, pero nosotras y nosotros nunca somos autores de este tipo de mentiras.
Esta división entre mentiras buenas y malas es otra mentira que nos contamos para justificarnos cuando no decimos la verdad, pero seguramente no vamos a aceptar esta distinción cuando nos mienten. ¿Te suena familiar?
¿Creen que tenemos derecho a mentir? Además de que este dilema ha sido objeto de polémica entre Immanuel Kant y Benjamin Constant, al debatir sobre la existencia de un deber incondicional de decir la verdad, y que se traduce, por ejemplo, en los principios generales del derecho procesal penal de muchos países del mundo, en donde los testigos tienen la obligación de decir la verdad. Si no lo hacen, pueden incurrir en un delito y ser sancionados. Sin embargo, no se exige lo mismo al inculpado, que puede mentir para evitar que se reconozca su responsabilidad penal.
En algunos ordenamientos jurídicos, ciertas mentiras son sancionadas penalmente. Es el caso, por ejemplo, de la negación del Holocausto en Alemania. Mentir acerca de este gravísimo acontecimiento histórico recibe una sanción penal.
Quizás estos son casos un poco extremos. Pero lo que es cierto es que mentir nunca es bueno. Aprendemos a hacerlo desde la infancia. Quizás en ese momento de nuestras vidas, son mentiras inocentes: niñas y niños lo hacen para evitar recibir un regaño por parte de sus padres, cuando hacen alguna travesura. De alguna manera, se están protegiendo. Pero probablemente ya lo aprendieron de algún adulto, que les mintió para no herirlos.
Seguimos en la adolescencia y en muchos casos en la adultez ya nos convertimos en expertos en mentiras, tan hábiles que ni siquiera nos damos cuenta de que mentimos hasta a la persona más importante de nuestras vidas: nosotras y nosotros mismos.
Nos mentimos cuando tratamos de convencernos de que estamos bien en espacios y situaciones que nos hacen daño. Nos mentimos cuando nos decimos amar algo que no nos emociona ni apasiona y que hacemos por compromiso u obligación. Nos mentimos cuando tratamos de ahogar nuestra verdadera identidad y esencia para encajar en algún espacio que no es para nosotros.
Mentir nunca es bueno: más bien tendríamos que aprender cómo decir la verdad.
Mentir no es proteger ni protegernos. Es cierto que a veces, la verdad puede ser muy incómoda. Y aún así, tenemos que asumir la responsabilidad de nuestras acciones y aprender a ser más sinceros, en primer lugar con nosotros mismos y después también con los demás.
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