“Como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad”.
Jean Paul Sartre
Todos los seres humanos preferimos la frustración sobre la decepción. La primera nos impulsa a arremeter contra el mundo y la segunda a refugiarnos en una burbuja de bienestar imaginario o una zona de confort de malestar ineludible, pero soportable.
La frustración involucra ira, una de esas emociones que nos inyectan potencia, es decir, un “subidón” energético, a partir de la producción de una adictivísima sustancia: noradrenalina. Ese estado mental alterado nos permite sentirnos poderosos y, de alguna manera perversa, llenos de vida.
La crueldad, extremo de esa ira, contenida o explosiva, produce la misma sensación. Las personas que, por diversas causas, están emocionalmente inhibidas o planas, recurren a esta potente sustancia a través de conductas destructivas, porque es su única manera de sentir algo. Es el caso de los sicópatas.
Con la ira como cimiento emocional elaboramos sentimientos que nos aseguran nuestra dosis recurrente de noradrenalina: la impotencia, la envida, el resentimiento y el odio. Así que ya sabe que el motivo real de “rumiar pensamientos” no es resolver un asunto, porque somos suficientemente inteligentes, todos, para hacerlo en segundos o minutos: se trata de producir las emociones a las que están asociados.
Por eso, la gente establece relaciones y propicia situaciones en las que se sentirá frustrada, y le echa la culpa a la vida y a los demás porque, si reconoce su condición de propiciadora, tendría toda la responsabilidad de parar su adicción que, por otra parte, ni sabe que tiene.
El frustrado es un proactivo: hace algo en el mundo exterior para frustrarse, como tratar de controlar lo que está fuera de su alcance e incluso creer que tiene el control. Se autoexige demasiado para fallarse, emprende proyectos que fracasarán y se relaciona con gente que se resistirá a cumplir sus expectativas.
Del otro lado está la decepción. A nadie nos gusta, porque se trata de una emoción de dolor puro e intenso, a partir de una caída abrupta en nuestro sistema de los neurotransmisores y hormonas que nos dan bienestar, como la dopamina, la oxitocina y la serotonina, causando tristeza y sentimiento de indefensión. La decepción, pues, a diferencia de la frustración, nos debilita.
La decepción proviene, además, de un estado pasivo de expectativa. Solo condicionamos nuestro bienestar emocional a que suceda algo que damos por hecho que debería pasar sin que tuviéramos que hacer nada al respecto, como que alguien nos ame, o apenas hacer lo indispensable, como comprar un billete de lotería.
Si se remite usted a su infancia, y no fue de esos niños a los que sus padres les hicieron creer que su voluntad tenía algún poder sobre ellos, es decir, berrinchudos, recordará que fueron las decepciones y no las frustraciones, las que marcaron sus traumas.
Pero en todo caso, la decepción se dará siempre que usted tenga claro, o solo crea, incluso erróneamente, que eso en lo que ha puesto la expectativa no está en absoluto bajo su control ni existe la posibilidad de que haga algo.
Existen ciertamente los adictos a la decepción, que son aquellas personas cuya actitud es la resignación. Se conducen triste y sumisamente en la vida, pasando por sacrificados y abnegados.
Y aquí es importante saltar a la dimensión social y cultural de estas dos actitudes: como ya se habrá dado cuenta, la frustración es la expresión del rol dominante y la decepción del sometido. Por eso, la discriminación histórica que ha sufrido la mujer la confinó durante milenios a la decepción, así como a las clases sociales más debilitadas y a los pueblos conquistados.
Mientras el frustrado ataca, se convierte en un hater en las redes sociales; el decepcionado se vuelve apático, se resigna, acepta y normaliza lo que lo agrede o debiera ofenderlo.
Ahí tiene usted algunas claves para entender nuestra realidad social. Si lo cambiamos en lo individual, lo hacemos en colectivo. No hay viceversa.
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