Coahuila
Hace 1 mes
Parece que nunca pasa nada, sin embargo, en Saltillo se libra una batalla silenciosa por la supremacía estética.
Como un adolescente que cambia de imagen y construye su personalidad a partir de la moda, buscando aceptación social y un grupo afín donde sentirse protegido, la ciudad ha mudado de piel: ahora es “La capital del Rodeo” y vive “El fin de semana más vaquero del año”.
Por consecuencia se ha convertido entonces en “La ciudad más vaquera de México”, a contracorriente de las hordas en pijama que deambulan por sus calles mostrando un look más cercano a Ecatepec, que a Sabinas.
La historia oficialista no lo documenta, pero un hito cultural se desplegó a principios de los noventas en El valle de las montañas azules: “De la calle”, la obra de teatro local que congregó multitudes en el Fernando Soler, mayoritariamente jóvenes pandilleros y chavos banda, llevando hasta sus butacas gente que no habría llegado ahí en otras circunstancias, durante funciones consecutivas con el recinto de cantera lleno por temporadas y filas inmensas en su exterior. El mayor éxito de taquilla en aquella época.
Pese a constituir un amplio sector de la comunidad en donde se desenvuelve, nunca había sido representado el marginado social en escena, proyectada su psique ni expuestas sus problemáticas con el medio y danzas urbanas (es llamativa, por lo demás, la semejanza entre Los Matlachines, patrimonio cultural, inmaterial e intangible del Municipio, y el baile colombiano; no sólo por los pasos cadenciosos y repetitivos, sino por la pulsión pantomímica).
Al mismo tiempo, mientras unos pocos visibles expresaban sus filias los sábados en “La vaca pinta”, en los confines de la zona dorada, otros muchos invisibles al ojo público lo hacían en el “Studio 85”, un bodegón que violaba todos los protocolos de Protección Civil y fue habilitado como salón recreativo para tardeadas en domingo.
Ahí vibraba el alma de los saltillenses condenados por cuestiones de territorialidad a desplegar su yo en la periferia. Los barrializados y racializados por miles llegaban de los confines suburbanos con su indumentaria característica, muchos años antes de su concepción como Chúntaro Style, y cercaban el perímetro alrededor de su catedral de la música vallenata, en el primer cuadro de la ciudad, en una manifestación auténtica de folclore, acaso la más genuina de la historia contemporánea, antes de que Saltillo se poblara de centroamericanos y laguneros, asiáticos y monclovenses, y a últimas fechas venezolanos y colombianos.
En una metrópoli donde todo se acomodó para orbitar en torno al automóvil y hacer vida sobre ruedas, los bellacos en motocicleta son la versión new age de las pandillas que se desenvolvían a pie hace 30 años.
Un Alcalde de la capital, devenido a Gobernador de Coahuila inmediatamente después, ha sido el único y el último que usufructuó esa estética, trivializándola, caricaturizándola, en un acto de populismo y demagogia. Al hacerlo, no obstante, por un tiempo puso en el centro de los reflectores a un sector continuamente apartado y olvidado pero siempre presente.
Pese al intercambio cultural y al exponencial crecimiento poblacional, Saltillo no es una ciudad cosmopolita, aunque tampoco la típica norteña de carne asada y trocas que describen los estereotipos del cancionero regional y se ha implantado en el ideario colectivo de la región noreste.
Habitamos un espacio más cercano ideológicamente al Potosinazo (‘sordearse’ para no saludar a otros en la vía pública) y la vacilación tlaxcalteca, que a la franqueza propia del norteño y sus arquetipos. Es un asunto de idiosincrasia.
No es el ideal de sociedad que algunos, parte de esa misma comunidad, esperan para sí como representación de la generalidad. Para contrarrestarlo es necesario exaltar otras formas que acaparen el discurso y dominen la narrativa para, supuestamente, elevar el nivel.
La estatua de un jinete montando un toro en la disciplina de los 8 segundos, coronando el adoquín que simula un pórfido italiano en el Paseo Capital, había mostrado ya cuál sería la ruta oficial a seguir, antes del boom de negocios de ropa vaquera suscitado en los últimos meses en el centro y norte del Municipio -ahí donde se impone la tendencia- además de las plazas comerciales.
Debimos advertirlo: existe la intención de convertir Saltillo al “norteñismo”. Una ciudad en donde lo que sea, mientras sea gratis, funciona.
Ahora bien, si a sus habitantes no se les identifica correctamente y por el contrario, se les invisibiliza, ¿se les puede, por ejemplo, gobernar?
Cortita y al pie
¿Cuáles son los códigos de conducta que nos identifican como denominador común en Saltillo? ¿Todavía pueden existir las diferencias, entendidas como rasgos autóctonos, en un mundo globalizado, donde gracias al internet ya no hay fronteras ni barreras culturales entre países y tampoco entre generaciones, igualando adultos y niños en un ‘adolescentrismo’ homogéneo? ¿Qué somos en realidad?
La última y nos vamos
Pasado el evento denominado Rodeo Saltillo, y cuando los inventados hayan comprado su ajuar de botas y sombrero para la ocasión, ¿resistirán las nuevas tiendas en pie más allá de los tres meses de rigor?
Y lo más importante: ¿será catequizada la sociedad saltillense al ‘vaquerismo’ de ocasión?, ¿o resistirá fiel a su identidad pandilleril?
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