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Saborear mi dolor

Por Juan Villoro

Hace 2 meses

Si cantas mal no puedes triunfar, pero si cantas pésimo consigues insospechadas recompensas. Vivo en una zona donde las cafeterías y restaurantes extienden sus mesas a la banqueta y ya ocupan un carril de las calles.

Como la creatividad mexicana es infinita, esto estimula la aparición de toda clase de músicos que compiten con las televisiones encendidas al interior de los locales y los motores que rugen en el exterior.

En ese estruendo destacan estudiantes del Conservatorio que interpretan arias de Verdi y Puccini, marimberos de Chiapas que merecen una recompensa por el sólo hecho de cargar su instrumento y virtuosos que revelan las posibilidades melódicas de un serrucho.

¿Cómo competir ante un repertorio tan variado? En la azarosa programación de la música callejera interviene de pronto un hombre con aspecto de humilde oficinista.

Su traje, probablemente gris, parece haberse desgastado en una oficina de quejas y su bigote tiene el tinte negro que se consigue quemando un corcho. Jala una bocina con rueditas y se dispone a llamar la atención.

Abramos un paréntesis para abordar un rasgo de la cultura nacional: si de fracasar se trata, más vale hacerlo en forma grandiosa.

México ocupó el lugar 65 en el medallero de los Juegos Olímpicos de París. Ese sitio modesto revela que triunfar no es lo nuestro. Más allá de las carencias que impiden tener una delegación competitiva, conviene reparar en el trato sicológico que damos al éxito.

Cuando uno de nuestros amigos destaca, rara vez nos sentimos parte de sus logros. En términos tribales, la victoria escinde a quien la obtiene, lo separa del grupo. “¡Qué milagro que todavía me saludas!”, le decimos al ganador.

En cambio, si el amigo pierde, lo apapachamos de inmediato: “¡De todos modos te queremos, condenado!”. El triunfo singulariza y por lo tanto aleja; la derrota reconcilia y nos asimila a la gregaria medianía.

En un ambiente tan querendón como el nuestro, los aciertos son incómodos porque vuelven única a la persona; en cambio, las fallas permiten seguir en la comunidad donde los errores se comparten sin que nadie sea culpable de nada.

Dicho esto, confieso que también yo desconfío de los que quieren sobresalir a toda costa. Si escribo de los problemas para conquistar una medalla de oro, un corazón esquivo o un diploma difícil es porque estamos ante un rasgo esencial del ser mexicano.

En La Fenomenología del Relajo, el filósofo Jorge Portilla se ocupó de un curioso personaje: el “apretado”, enteramente constituido por el concepto que tiene de sí mismo y “afectado por el espíritu de seriedad”.

El apretado no se siente a prueba ni debe demostrar algo: “Si dice una estupidez, si comete un error, esto no prueba nada, puesto que se tratará de una estupidez dicha por un hombre muy inteligente; se tratará del error de un funcionario eficaz. Cuando él se pasea, se pasea un funcionario; cuando come, come un funcionario”.

Se trata de alguien ajeno al tribunal del comportamiento. Nuestros atletas suelen perder de ese modo, con toda naturalidad. Si antes se excusaban con la frase: “No se dieron las condiciones”, ahora suelen decir: “Estoy orgulloso de haber dado mi máximo esfuerzo”. Sueñan menos en volver a competir que en tener un puesto en la Conade.

Volvamos al hombre al que dejamos con la boca abierta, a punto de interpretar una canción. Su aspecto de sufrido burócrata hace que no esperemos mucho de él; al mismo tiempo, le otorga la dignidad ajena al desempeño que el filósofo Portilla vio en el apretado.

Comienza a cantar y su mérito consiste en hacerlo de la peor manera. Desafina sin dar lástima porque no tiene intención de corregirse: está más allá de la armonía. Por otra parte, las letras lo avalan.

¿Cómo cuestionar que la voz se quiebre al decir “qué manera de perder”, “vencida, quedaste tú en la vida” o, ya de plano, “la vida no vale nada”? El hombre perfecciona su fracaso asumiendo con solemnidad su incompetencia.

Los comensales dejan de comer y entienden que ante ellos está el diputado de ustedes, el corredor que llegó tarde, el mecánico que no revisó el aceite, el burócrata que nunca pondrá el sello, todos los personajes que son así y lo saben sin que eso importe.

Si de perder se trata, más vale hacerlo de manera incontrovertible y mexicana. “Hoy quiero saborear mi dolor”, el hombre canta sin misericordia, y el público aplaude.

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