Por 38 años conocí y trabajé pastoralmente en zonas concentradas en una sola urbe, como Monterrey o Ciudad de México, donde todo se manejaba a partir del centro. Pero al llegar a la Diócesis de Piedras Negras descubro que todo es muy diferente, ya que las ciudades y pueblos están dispersos, y muy alejados unos de otros.
Cuando supe que el Papa Francisco me enviaba a este pueblo de Dios, como su obispo, mi cabecita empezó a soñar recorriendo las carreteras de esta Diócesis norteña, y vaya que hoy lo disfruto.
En mis recorridos, a lo largo de la zona carbonífera y fronteriza de Coahuila, me he encontrado con grandes riquezas.
Primero que nada veo que en cada pueblo, la gente ama mucho a su terruño, están muy orgullosos de su historia y muy vinculados a ella, lo cual está muy bien porque resguardan el patrimonio cultural, sus costumbres y tradiciones. Pero al mismo tiempo, observo que no hay transporte público que los conecte, y que no hay mucha relación entre ellos, por lo que se corre el riesgo de quedar separados, aislados y no crecer.
Aquí es donde surge la necesidad de intercomunicarse y vincularse, y así dinamizar los pueblos en cada región, y de las regiones entre sí, para generar un fuerte crecimiento pastoral, social, cultural, educativo y económico, que repercuta positivamente, por ejemplo en la creación de empleos, tan necesarios en estos lugares.
Pastoralmente hablando lo emprenderemos como Diócesis, creando y promoviendo certámenes culturales, torneos deportivos, competencias académicas y festivales artísticos, interparroquiales e interdecanales, a nivel infantil, juvenil y con adultos en general.
Me sorprende por otra parte, el misterio o misticismo que encuentro en cada lugar. Algunos pequeños poblados esconden grandes tesoros, como las ruinas del pueblo mágico de Guerrero; la colorida plaza de Hidalgo y sus tres templos católicos; la estatua del matlachín y del minero en Palaú.
Eso sí, todo es apacible en estas tierras, por ejemplo en los municipios de Jiménez, Nava, Allende, por citar algunos, el Waze te señala en color rojo el congestionamiento vehicular, cuando solo van tres o cuatro carros delante de tí.
Me he preguntado, por la lejanía, lo solitario y lo aislado de los pueblos, ¿cómo se sostienen? La respuesta que he encontrado es: trabajando en el propio municipio, en las maquiladoras, en las minas o pocitos que quedan, en la termoeléctrica en Nava, en un par de empresas grandes a las afueras de Piedras Negras; un poco en ganadería y agricultura, y otro poco en el comercio y la construcción. Sin olvidar los muchos que se han ido al otro lado a trabajar y ahora mandan sus remesas.
Esta semana en el recorrido que he hecho con motivo de las fiestas guadalupanas, he conocido muchas parroquias y capillas, y gran devoción a nuestra santísima madre. He visto tres templos de adobe de hace casi un siglo, cerrados, uno de ellos ya caído, y los otros dos a punto de colapsar.
Pero lo más importante es que voy conociendo los rostros de los fieles, las miradas luminosas de las niñas y niños, la atención y educación de ellos, el ánimo de los jóvenes, la militancia de los adultos, y la sabiduría de los mayores. Además de que en las fiestas patronales, me comparten sus deliciosos taquitos de harina, champurrado, pozole, tamales y dulces regionales.
Uno va recorriendo estas bellas y despejadas carreteras, cuando de repente te encuentras, apartado del pueblo más próximo por 80 kms o más, una joya arquitectónica como el templo colonial de Santa de Rosa de Lima en el pueblo mágico de Múzquiz, con pretensión de haber sido cabecera de Diócesis; o el Templo histórico de Guadalupe en Sabinas; o la Mina de Pasta de Conchos en Nueva Rosita, o el Templo de cantera rosa en Morelos, con su apartado monasterio de carmelitas descalzas.
Una de estas veces, transitando por caminos vecinales, donde parecía que no había más que arbustos y mezquites, me salió de repente, en medio de la nada, otra pequeña ciudad con su legendario templo llamado: Parroquia del Dulce nombre de Jesús, más conocida como Santuario del Santo Niño de los peyotes en Villa Unión.
Lo mismo pasa con Acuña, que después de recorrer la carretera llamada la Ribereña, hacia el noroeste del Estado, alejándose cada vez más de los centros poblaciones y de todo México, aparece repentinamente una enorme y enigmática ciudad en crecimiento.
Hasta aquí mi reporte, después de casi cinco meses de recorrer con sumo gusto y placer (y que no se me descomponga el caballo), los pueblos de la amada Diócesis de Piedras Negras.
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