Es increíble que aún hoy en día la palabra indio se utilice como un insulto contra quien se quiere ver como alguien inferior. Y no solo esa palabra sino también prieto, joto, naco, fifí y chairo, entre otras muchas más que son empleadas como ofensa para hacer menos a nuestros semejantes.
Es un hecho que en este país ser moreno, chaparro y gordo es una desventaja frente a quienes son de piel blanca, pelo rubio y ojo claro, porque tener el físico como los actores de telenovelas o de los comerciales de la TV es poder ser considerado bello, con mejores oportunidades, mientras que por el contrario, tener facciones de indígena o mestizo es ser feo y en consecuencia resulta más fácil sufrir discriminación, estar en desventaja y luchar a contracorriente, como es el caso -por ejemplo- de la actriz Yalitza Aparicio. Y es que en este país la belleza está determinada por el color de la piel, de los ojos, del pelo, las facciones y hasta por la ropa, el acento y los modismos.
Y aunque cueste reconocerlo, México es un país racista. Los mexicanos practicamos sistemáticamente esta forma de discriminación contra nuestros propios compatriotas que tienen un color de piel más oscuro, contra los indígenas y los afromexicanos, contra los migrantes, contra los extranjeros, los de piel amarilla y contra todos aquellos que nos parecen diferentes y por ello suponemos inferiores. En el libro “México racista”, de Federico Navarrete, se menciona que todos los días en las ciudades y en el campo, en los medios de comunicación, en las escuelas, en los centros de trabajo, en la calle, en los bancos y hasta en los establecimientos comerciales se discrimina a hombres, mujeres, niños, jóvenes y ancianos a causa de su aspecto físico, por su manera de hablar y por su forma de vestir.
En nuestro país se practican muchas formas de discriminación.
Se margina y a veces hasta se agrede a las personas por su aspecto diferente, por sus preferencias sexuales, por tener capacidades diferentes y peor aun cuando se es mujer; se les niega tener oportunidades por practicar una religión diferente a la cristiana, por tener otras costumbres o estar tatuado. Se menosprecia a los extranjeros y a los que hablan español con un acento distinto, incluso, entre la supuesta mayoría mestiza que somos se practica un racismo feroz, y pocas veces reconocido, contra los que tienen la piel más oscura o las formas de comportamiento menos “educadas”.
La discriminación y el racismo están tan arraigados entre nosotros que incluso hasta en el horror y dolor de la violenta inseguridad que estamos viviendo hay discriminación como si ese dolor fuera diferente.
Esa discriminación es una situación que prevalece desde la época colonial en la que el privilegio estaba vinculado al lugar de procedencia, en el que las mejores posiciones sociales estaban reservadas a gente de origen europeo, con apellido rimbombante, y eso hizo que las diferencias en la sociedad novohispana fueran de casta y no de clase. Después de cinco siglos dichas condiciones se mantienen vigentes y por ello en México las divisiones de clase y de estratificación social y económica se ligan a elementos de quién es tipo europeo y quién indígena o de procedencia africana o asiática, y al lenguaje, pues en el país siempre se ha puesto a los hispanoparlantes muy por encima de los hablantes de lenguas originarias que aún perduran.
Hay quienes afirman que no somos racistas sino clasistas, sin embargo, es prácticamente imposible separar racismo de clasismo ya que es común asociar a las personas de piel morena con pobreza y menor educación mientras que a los de tez blanca se les relaciona con privilegios, sofisticación, belleza y éxito. El argumento de que la discriminación por raza o por clase son dos cosas distintas tiene una falla moral ya que parece un intento por hacer ilegítima a la raza y darle carta de aceptación a la clase, cuando ésta también debería ser combatida.
Aunque no queramos ver el dolor que infligen estas injusticias, que truncan la vida de víctimas inocentes, nos afectan a todos, sin importar las facciones ni la posición social. Hacia donde volteemos está presente la discriminación porque ser moreno y con apellido común representa una desventaja frente a un blanco, rubio y de apellido con pedigrí.
Pero eso sí, mientras ofendemos, descalificamos y discriminamos entre nosotros mismos, no queremos ver el lastre de prejuicios que padecemos y que nos impiden ser mejores, como individuos y como sociedad.
Ah, pero cuando cruzamos a Estados Unidos el racismo se invierte; pero esa es otra historia.
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