El suceso se balancea entre la historia y la anécdota. Entre la verdad y la leyenda, pero no tiene desperdicio. Año de 1909. Enrique C. Creel, gobernador de Chihuahua, da la bienvenida al presidente Porfirio Díaz en la estación de ferrocarriles. El Mandatario recibió los honores de ordenanza, incluyendo 21 cañonazos y el aplauso eufórico de los chihuahuenses.
La visita duró dos días. Entre otras cosas, Díaz fue a la presa Chuvíscar y asistió a una fiesta popular. Al terminar esta y después de recibir no una lluvia sino un chubasco de confeti, se trasladó al Palacio de Gobierno para saludar a las autoridades de los tres niveles. Se dice que al terminar esta ceremonia protocolaria, en la plaza, frente al Palacio, empezó a escucharse un murmullo que fue aumentando de volumen poco a poco. Entonces, Creel ordenó a uno de sus ayudantes se asomara a la ventana para ver qué sucedía.
–La plaza está llena, señor Gobernador, y lo que se oye son vivas a don Porfirio. El pueblo desea saludarlo.
El Gobernador comunicó al Presidente lo que ocurría y le sugirió que saliera, así fuera por unos momentos, al balcón central del Palacio a saludar a la entusiasmada multitud. Así lo hizo el héroe del 2 de abril. Salió al balcón y desde allí, haciendo ademanes con ambas manos, saludó a la gente, que no cesaba de gritar y lanzarle vivas. Esto duró varios minutos.
Finalmente, el Presidente se despidió alzando y moviendo la mano derecha, y entró de nuevo al salón de recepciones del Palacio. En un aparte, casi en tono de reclamo, pensando que todo aquello no era sino algo organizado por el Gobernador, sostuvieron una rápida conversación.
–¿Satisfecho, señor Presidente?– preguntó Creel.
–Por supuesto, señor Gobernador, pero entre la gente que llenaba la plaza no vi al pueblo.
Creel hubo de hacer malabares lingüísticos para hacer entender al dictador que ese era el pueblo de Chihuahua, y que no esperara, como en algunos estados del sur, ver indios de huaraches y calzón blanco de manta. Que el pueblo de Chihuahua no era, de ninguna manera, mejor al de su natal Oaxaca, pero sí diferente en aspecto físico y vestimenta.
La anécdota adquiere vigencia con las recientes declaraciones de López Obrador en una de sus mañaneras. A propósito del conflicto del agua de la presa La Boquilla, el inquilino de Palacio aseguró que el movimiento –el cual ya costó la vida de una mujer– es provocado por “líderes con camionetas de lujo, cinto piteado, sombrero tejano y camisa de marca”. Así los vio, seguramente, por televisión, y cayó en el mismo error de don Porfirio: pensar que hay un solo México y que el pueblo bueno no usa tejana ni cinto piteado.
El pueblo bueno lleva otro tipo de ropa: huaraches, sombrero de palma, y cuando lo recibe en cualquier sitio le cuelga flores al cuello, mientras chamanes cargados de plumas lo sahúman usando copal. Quienes no visten ni actúan así, no son pueblo bueno. Los delata hasta el color de la piel.
Ciento once años después se repite la anécdota –no sé si cierta o inventada– de la visita de don Porfirio a Chihuahua y su saludo desde el balcón central del Palacio de Gobierno, desde donde el dictador se extrañó por no ver al pueblo.
Recordemos la frase final del personaje principal, Ixca Cienfuegos, de la novela La Región Más Transparente, de Carlos Fuentes, refiriéndose a México: “Ni modo, aquí nos tocó, qué le vamos a hacer”. ¿Qué le vamos a hacer, si la testaruda historia tiene el capricho de repetirse un siglo después?
Más sobre esta sección Más en Coahuila