Vivimos tiempos muy frenéticos. No es nada nuevo, ¿verdad? Sin embargo, tengo un poco la sensación de que últimamente la vida va mucho más rápida. Por lo menos la mía, aunque, por lo que escucho, hay una tendencia común y generalizada en este sentido.
Es como si estuviéramos escuchando una nota de audio a una velocidad x2. Quizás así podemos hacer más cosas a lo largo de nuestra jornada, pero seguramente no estaríamos disfrutando lo que estamos haciendo y, a la larga, terminaríamos en un profundo estado de agotamiento, tanto físico como mental.
Aunque sea cierto que, según el famoso dicho, “Al mal paso hay que darle prisa”, quizás deberíamos reflexionar un poco sobre el valor que le damos a nuestro tiempo. No es la primera vez que en este mismo espacio conversamos de lo importante que es el tiempo en nuestras vidas.
Tan importante, pero a la vez, y en muchas ocasiones, muy poco valorado. Porque nunca valoramos lo que tenemos hasta perderlo.
A menos que tengamos poderes mágicos o una máquina específica, el tiempo avanza de manera inexorable, sin parar. Quizás también esta puede ser una de las motivaciones que nos impulsan a llenar nuestras agendas diarias de actividades, que nos impiden decir que no a planes y personas que no nos agradan, o a invertir nuestro tiempo de calidad en actividades que no son importantes para nosotros.
Hay muchas cosas muy importantes que implican un gran empleo de nuestro tiempo: pienso, por ejemplo, en el tiempo que compartimos con nuestros seres queridos. Estos momentos son tan preciosos que no pueden ser medidos solamente en cantidad de horas que vivimos, sino que deben constituir tiempo de calidad, y requieren nuestra presencia consciente.
Pienso también en el tiempo que nos dedicamos a nosotros mismos para hacer algo que nos gusta o alguna actividad de autocuidado. No tiene que ser nada especial o particularmente exótico: muchas veces, con apagar todo y desconectarse un ratito es suficiente.
Yo soy una de esas personas que tiene mucha dificultad para decir que no, se sobrecarga porque piensa que todo se puede hacer y que todo es importante. Tan es así que, para cumplir con compromisos que asumo con otras personas, se me olvida muchas veces el compromiso más importante que cada persona tiene: el compromiso conmigo misma.
En mi caso, para no decir “No, no puedo” o inclusive un “No, no quiero”, prefiero estar callada e ir posponiendo lo que yo de verdad necesito o quiero hacer, sea una consulta médica rutinaria, pasar una tarde entera viendo una serie, leer un libro o hacer unos mandados que se necesitan hacer.
Estoy segura de que muchas de las personas que están leyendo estas líneas se van a identificar conmigo en este aspecto. Lo que pasa en estos casos es que no nos estamos priorizando, y aunque pueda sonar a píldoras de filosofía barata, lo que estamos haciendo es no darnos el amor que nos merecemos, pensando que las demás personas y sus asuntos son siempre más importantes que los nuestros.
No quiero decir que nuestras cosas tengan el valor absoluto de ser más importantes que los asuntos de los demás. Lo que quisiera destacar, más bien, es que a veces lo más sano es aprender a decir que no y soltar lo que sentimos que no nos está aportando nada (sea en términos personales o profesionales).
Tenemos que definir lo que es importante y prioritario para cada uno de nosotros y, aunque seamos flexibles y estemos disponibles para las demás personas y sus necesidades, no permitamos que estas (que en muchos casos pueden inclusive ser solamente ocurrencias) desplacen nuestras actividades, especialmente cuando se trata de una tendencia constante y permanente, que no hace otra cosa que transmitir el mensaje de que no somos tan importantes.
Tenemos el derecho y el deber de priorizarnos, desde el amor propio y no desde el egoísmo, para que dediquemos nuestro tiempo y energías a lo que de verdad es importante para cada uno de nosotros.
Más sobre esta sección Más en Coahuila