Pertenecemos a la primera generación que debe demostrar que todavía es humana.
Mi libro, No Soy un Robot, debe su título a la frase que suele aparecer en sitios web, a veces acompañada de la solicitud de marcar animales o vehículos en diversas fotos. La paradoja es que somos acreditados como humanos por una máquina.
Lo que en verdad nos define es el uso de la mano: el trazo de nuestro índice en la “almohadilla” de la computadora es distinto al de un robot. Pero este gesto pronto será imitado.
En su ensayo, Ser o no Ser un Robot, Naief Yehya informa que en el laboratorio Google DeepMind los robots ya atan nudos.
Lo que está en juego no es sólo la progresiva sustitución de tareas por parte de las máquinas, sino la noción misma de lo humano.
El mundo digital tiene una visión limitada de nuestra especie. Al respecto escribe Yehya: “En la película Blade Runner, los cazadores de replicantes o androides aplican la prueba Voight-Kampff a los sospechosos para determinar si son o no humanos.
“Esta es una versión de la prueba que concibió Alan Turing para determinar si una máquina podía exhibir inteligencia similar a la humana. El equivalente contemporáneo, en numerosos sitios y aplicaciones en línea, son pruebas (de identificar imágenes o copiar palabras) que debe responder o completar el usuario para demostrar que no es un robot.
“Esta paradójica reducción es significativa del pobre concepto que se hace quien programa los sistemas de lo que nos diferencia de las máquinas. Lo absurdo es que ese simplismo se sigue utilizando en un momento en que programas de redes neuronales, como los modelos extensos de lenguaje –LLM, por sus siglas en inglés– al estilo de ChatGPT, pueden responder a casi cualquier pregunta compleja, son capaces de simular creatividad y tener conversaciones en lenguaje natural, repletas de sutilezas e incluso ingenio que fácilmente pueden crear la ilusión de que se está interactuando con un ser inteligente y consciente. No es raro en la mediosfera contemporánea sentir vértigo ante la posibilidad de volvernos irrelevantes”.
Diversas culturas han idealizado lo que debe ser una persona. Aunque nuestra especie aporta más asesinos que genios, cuando decimos que alguien es “muy humano”, pensamos en alguien solidario y comprensivo. No nos definimos por lo que somos sino por un modelo difícil de alcanzar.
Vale la pena reflexionar en ese ser utópico, sin duda deseable. A diferencia de los programadores cibernéticos, los poetas buscan formas inesperadas de entender la especificidad humana: “El mundo es azul como una naranja”, asegura Paul Éluard.
El sentido común sugiere que el planeta es redondo como una naranja, pero la poesía no se conforma con la realidad y hace que una fruta se contagie del color de los océanos.
El arte trata de lo que sucede, pero también de lo que podría suceder. En su comedia Cuento de invierno, Shakespeare inició la larga tradición de atribuirle un mar a Bohemia. La ciudad de Praga merecía estar en “un país desierto, junto al mar”.
Desde entonces, la literatura vislumbra ese océano imaginario. Vladimir Nabokov lo incluyó en su novela Pnin, Volker Braun le dedicó una obra de teatro e Ingeborg Bachmann lo exaltó en estos versos: “Si Bohemia sigue junto al mar, creo de nuevo en los mares / Y si aún creo en el mar, tengo esperanza de la tierra”. Anhelamos lo que no tenemos; en eso se funda la esperanza, categoría esencial de lo humano.
¿Puede una máquina pensar de esa manera?, ¿tener nostalgia de lo que nunca existió, deseo de lo que no se conseguirá?
Esto lleva a otra pregunta decisiva: ¿por qué necesitamos concebir lo que aún no sucede y acaso jamás existirá?
Al aceptar el Premio Büchner, Paul Celan se refirió a la pulsión utópica que anima todo poema; el lenguaje aspira a comunicar algo más allá de las palabras, que surge en la mente del lector. Los lugares de la poesía no están en el mapa, pero al buscarlos se encuentra algo inesperado.
En una carta a Hans Beder, Celan dijo: “Sólo las manos verdaderas escriben poemas verdaderos. No veo ninguna diferencia fundamental entre un apretón de manos y un poema”.
Testigo del Holocausto, el poeta precisó que son pocas las manos que podemos tocar, y eso explica la escasez de poemas. Los versos y las manos apelan al contacto con el otro, al “misterio del encuentro”.
El robot ya ata los zapatos, pero no necesita otras manos.
Notas Relacionadas
Hace 30 minutos
Hace 1 hora
Hace 1 hora
Más sobre esta sección Más en Nacional