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Coahuila

Pasta de conchos 

Por Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola

Hace 1 mes

¿Cómo transformar un dolor tan grande?

Recientemente visité Pasta de Conchos acompañado de los padres del Decanato de Sabinas – Nueva Rosita. Y celebramos la Misa al mediodía, bajo un toldo blanco, numerosas sillas plegadizas, un altar sobre un templete de madera, y un coro de cuatro mineros animando la Eucaristía.

Al final comimos con los más de 60 mineros presentes, y con los familiares de las 65 víctimas de la explosión de la Mina, acaecida en el 2006. Solo tres cuerpos en 18 años han sido recuperados. Aunque los ruegos y los reclamos de las familias, por un lado, y las promesas de las autoridades y de la empresa, por otro, no han cesado.

Ha sido un largo Calvario para las familias, clamando penosamente por atención y ayuda.

Pero, ¿cómo soportar tanto dolor? ¿Qué se puede hacer con tamaño sufrimiento? ¿Quién puede quitar tan grande aflicción? ¿Por qué cosa se podría cambiar?

Solo Dios puede cambiar ese inmenso dolor, y convertirlo en fuente de esperanza y de consuelo. Pasta de Conchos, puede pasar de ser un Calvario, a convertirse en un Santuario de la Consolación. No cabe duda que quien ha pasado por la oscura y profunda experiencia del dolor, necesita la calidez de una contínua compañía, ya sea para llorar juntos, para enjugar las lágrimas, ya sea solo para sostener, abrazar y consolar. Y de esta forma llegar a ser un enorme Bálsamo para todos aquellos que han experimentado dolorosas pérdidas; y poder encontrar así alivio a su sufrimiento, esperanza a su desconsuelo, luz en medio de su oscuridad, y con Dios, poder sanar y reconstruir su vida. Vienen a nuestra mente algunos sucesos asociados a este dolor, como los acaecidos en Ayotzinapa; en San Fernando, Tams; en el penal del Topochico; en Tlahuelilpan, Hidalgo; en el Pinabete, Coah.

Regresando a Pasta de Conchos: Dos gestos para tocar el corazón de este pueblo, llenaron la celebración de la santa Misa: primero, uno a uno fueron pasando los mineros, muchos hombres y algunas mujeres, llevando en sus manos, como una ofrenda, sus cascos embadurnados con el carbón crudo de la mina, esperando el rocío del agua bendita sobre estos últimos, y la bendición en forma de cruz sobre su frente, como signo de la protección de Dios que tanto necesitan para la riesgosa misión que día a día emprenden. Y segundo, una a una, fueron pasando cada una de las familias, para estrecharnos en un cálido abrazo lleno de ternura y de consuelo, señal de que el Señor nunca las deja solas y las acompaña en su dolor y sufrimiento, animándolas y dándoles la fortaleza que necesitan. Todas correspondieron con mucha fuerza al abrazo y decían: gracias, no sabe cuánto lo necesitamos. La tristeza inicial se convirtió en gozo y alegría, cuando juntos, sacerdotes y su obispo, compartimos los alimentos con los mineros, y con las familias de las víctimas, sentados en sillas y mesas dispuestas bajo el mismo toldo, que nos protegía del resplandeciente sol. Una foto antes de despedirnos, y la palabra empeñada, de que no las dejaríamos solas, sellaron este hermoso e histórico momento.

– Señor Obispo, me alcanzó muy emocionado el capataz de los mineros, antes de irme, y me dijo: le presento a mi hijo, (con él venía un joven lleno de vida, alto y delgado, de tez aperlada y ojos claros con su casco tiznado de futuro en sus manos), mírelo, ya trabaja en la mina, gracias a Dios tenemos trabajo, remató exultante.

Bendito Dios, me despedí, mientras contemplaba cómo el rostro de su hijo, proyectaba la fuerza, la alegría y esperanza que ansía y merece este pueblo.

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