Lo aconsejable es suspender los trabajos en Dos Bocas, el Tren Maya y el aeropuerto de Santa Lucía, a fin de reencauzar los recursos hacia una magna obra que perpetúe históricamente al sexenio, y que, además, reduciría drásticamente los gastos del Gobierno en favor de su cruzada por la austeridad.
La propuesta es sencilla y vendría a reforzar una de las ideas centrales del presidente Andrés Manuel López Obrador. Si se utiliza el dinero del aeropuerto, la refinería y el tren en la construcción inspirada en el Coliseo Romano, pero mucho mayor, México se volvería ejemplo mundial del sistema más moderno y expedito de la impartición de justicia.
Ese Coliseo nacional no se utilizaría para enfrentar a unos cristianos a fieras hambrientas, a fin de que el “respetable público” –así lo llaman en las peleas de box– se divirtiera viendo cómo tigres y leones disfrutan una nutritiva merienda con los seguidores de Jesucristo.
No. Un espectáculo de esta naturaleza haría poner el grito en el cielo a las sociedades dedicadas a la protección de los animales y a aquellas que se ocupan de la defensa de los derechos humanos. Tampoco se utilizaría la arena para organizar luchas entre gladiadores. Sería esta una distracción sin interés, si se compara con las masacres que nos brinda todos los días el crimen organizado.
Nada de eso. El Coliseo se usaría para juzgar a los expresidentes de la República, tal y como lo propone López Obrador, obstinado en realizar una consulta popular para que el pueblo decida si se les lleva o no al banquillo de los acusados.
Tal consulta, además de ilegal, según opinión de los expertos, resultaría costosa. Evitémosla con la construcción del Coliseo, en el cual se seguirían, con algunas variantes, los programas del circo romano. La entrada sería gratuita y a cada asistente se le entregaría una sábana para que se enredara con ella, a fin de ofrecer ante las cámaras de televisión tribunas repletas de copias huehuenches de ciudadanos romanos. Nada de pantalones de mezclilla ni de camisetas con un letrero de Mazatlán.
El señor López Obrador vestiría igual, con una pequeña corona de oro ceñida a las sienes, igual que los emperadores en las películas de Cecil B. de Mille.
Al principiar el espectáculo, de la puerta de gladiadores saldrían, en orden cronológico, los expresidentes de México. Cada uno de ellos caminaría hasta quedar al frente del palco del emperador
–perdón, de AMLO– y pronunciaría con ligeras variantes el saludo de los gladiadores. No diría “Los que van a morir te saludan”, sino “El que va a ser juzgado te saluda”.
Luego daría una vuelta al ruedo para ser visto por toda la multitud. Al final del recorrido se colocaría al centro en espera del fallo popular. Entonces, el tabasqueño se pondría de pie para preguntar con voz potente: “¿Qué opina el pueblo bueno?”.
Los asistentes expresarían su opinión como los romanos: pondrían hacia abajo el pulgar en el caso de considerar inocente al juzgado. O bien voltearían la mano con el pulgar en alto, si lo creían culpable. Después de ver a dónde apuntaba la mayoría de los pulgares, AMLO pondría el suyo para abajo o lo pondría en alto declarándolo culpable.
Tan vistosa costumbre podría hacerse extensiva a toda clase de presuntos culpables. Así se impartiría justicia rápido, y el Gobierno se ahorraría el presupuesto destinado a la Suprema Corte y al mantenimiento de toda la burocracia –agentes, ministerios públicos, actuarios y demás– del sistema judicial.
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