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Nuevo lugar teológico

Por Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola

Hace 3 meses

Transcurría en Panamá la reunión de agentes de la pastoral de movilidad humana, venidos de Centroamérica, El Caribe, México, EU y Canadá, además del Cardenal Czerny del Vaticano, cuando tomó la palabra Mons. Mark Seitz, obispo del Paso, Texas, diciendo proféticamente: “Para abordar el tema de los hermanos migrantes, tendríamos que hablar a partir del dolor, y esto no se puede hacer, sin pensar cómo Dios hoy ve la realidad a través de los ojos de ellos”.

Y partiendo de esta propuesta, vale la pena preguntarnos: ¿Qué es lo que Dios ve a través de los ojos de los migrantes?

En primer lugar ve una casita apenas pintada, rodeada de macetas con flores que deja tristemente abandonada en su pobre tierra, devastada por la escasez y la violencia; a unos parientes y amigos que a lo lejos sombríamente van retirándose; luego avanza adentrándose por calles polvorientas, que más tarde se convierten en terracerías y brechas, hasta introducirse kilómetros más adelante en una selva indomable, el Darién, oscura, húmeda y peligrosa, más que por animales e insectos, por rufianes que se infiltran intentando atraparlos y extorsionarlos; días después aparecen ante sus ojos, unas balsas con las cuales atraviesa los primeros ríos fronterizos, para llegar junto con otras personas a unas grises y sucias instalaciones migratorias, donde muchos son repatriados; como puede sigue avanzando, por los caminos sinuosos y escarpados, encontrando a su paso, alguna mano que le ofrece con sinceridad un vaso de agua y un poco de alimento, suficiente para caminar hasta ver la bestia, ese ferrocarril al que tiene que treparse; con niños en los brazos ve a varias mujeres, otras ya encintas, y algunos niños solos y unos más trepados en los hombros de sus mayores.

Ya arriba del gigantesco tren, el peligro será cómo saltar sin amputarse brazos o piernas, para seguir eternamente caminando, por esas inaguantables carreteras, sofocados por el calor y el inclemente sol, donde al paso, ve salir a mujeres, algunas vestidas con hábitos que les tienden la mano, y junto con ellas a algunos hombres que se atreven a caminar con ellos y dirigirlos hacia refugios, albergues, o Iglesias donde los reciben para pasar la noche, poder bañarse, descansar o dormir en el piso, tapándose con papel periódico o una raída cobija que les sirve de colchón, en sitios abarrotados, con pura gente desconocida, que de tanto andar se vuelve su nueva familia. No deja de ver por supuesto, lobos, aves de rapiña, y coyotes que merodean y los asechan poniéndoles trampas, ofreciéndoles caminos fáciles, buscando cómo explotarlos, abusar de ellos, o inmiscuirlos forzosamente en sus fechorías; cuántos a sus mismos ojos, son torturados, atropellados o asesinados. Hay compañeros de camino que nunca más vuelve a ver.

A medio viaje se encuentra con las encrucijadas del camino, rutas más cortas y peligrosas, conocidas por sus secuestros y fosas clandestinas; o senderos más largos y seguros, pero expuesto al hambre, a la sed y al insoportable calor del desierto, donde tantos ven marchitado su sueño.

Sus ojos agotados no le impiden ver, y se aferra a verdaderos ángeles que, a su paso, lo animan, lo levantan, lo curan, le prestan el teléfono, le dan una torta o una moneda, lo apoyan con algún trámite legal, y hasta le ofrecen un buen trabajo o simplemente lo escuchan y consuelan.

Cuando por fin ve ante sus ojos el gran Río, bravo como él solo, no faltan las bollas, los remolinos, que le impiden cruzar, y donde contempla desaparecer a niños y adultos, que ahogan ahí mismo sus sueños y sus últimos suspiros.

Al final, sorteando puentes y veredas, logra cruzar, pero aún le esperan desoladas celdas, donde lo atosigan con preguntas, lo hacen esperar horas interminables, hasta que, con una tenacidad inquebrantable, vence el muro, y se reencuentra con su familia, que con desesperación ansiaba encontrarlo, abrazarlo y ayudarlo en su nueva casa, con la soñada oportunidad de poder vivir con más seguridad, con dignidad, y sobre todo con futuro.

Quien no es capaz de escuchar a un hermano, tampoco es capaz de escuchar a Dios.

+Alfonso G. Miranda Guardiola

 

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