Saltillo, como otras ciudades del país, se distinguieron por sus personajes e individuos que padecían algún “desperfecto en la azotea”, llamados demenciados o loquitos. Pacíficos ciudadanos la mayoría de ellos que no hacían mal a nadie y que eran víctimas de la bulla y el escarnio.
Hubo un tiempo en que pululaba por la ciudad más de una veintena de individuos abiertamente declarados por su actitud con algún problema mental. Su vestimenta era poco común, como a aquel que le decían Pepe Catedrales, persona de estatura superior a la común de los saltillenses de la época, con una gabardina que le queda corta, que además utilizaba dos o tres sombreros, lo que le hacía verse más alto aún.
O Manuelito, quien usaba un mecate como cinturón y andaba regularmente descalzo; María Líachos, que cargaba un enorme costal “su recámara” y que utilizaba cualquier rincón en la vía pública para pasar la noche, o el economista don Adrián Rodríguez, que se hacía sentir Presidente de un país imaginario y que pregonaba consignas contra los malos gobernantes a través de sus famosos manifiestos.
Uno en especial hace despertar mi cerebro para recordarlo, tal como era. Agustín, se llamó.
Le pegó al gordo de la lotería y se fue a cobrarlo a la Ciudad de México. Allá permaneció un par de años, hasta que terminó con el dinero, no vamos a entrar en profundidades de cómo se lo gastó, ¡averígüelo, Vargas!
Y regresó a Saltillo a la misma vecindad de la calle General Cepeda norte, donde vivía con algunos familiares. Es lógico suponer su retorno con muy pocos recursos económicos y maltratado físicamente o arrepentido sicológicamente por ¡haber perdido un buen capital!
El hecho es que retomó la vida y lo veíamos cotidianamente vendiendo los dos únicos periódicos que había en la ciudad: El Heraldo del Norte y El Diario de Coahuila; además, en una canasta ofrecía quesos y mantequillas, con un estilo muy peculiar, como arrastrando las palabras.
¡Al Heraldo, al diario, a la mantequilla, al queso! Y caminaba por toda la antigua mancha urbana desde temprano hasta muy entrada la tarde. Era incansable Agustín.
Le quedaba un periódico de cada uno, una mantequilla y un queso, y cuando la gente le quería comprar alguno de los productos, decía muy severo, muy serio: “No los vendo, luego qué grito”, y nos los vendía.
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