Tecnología
Por Milenio
Publicado el sábado, 12 de octubre del 2024 a las 16:05
Para cualquier fan de Nintendo, la entrada del museo recién inaugurado de la compañía en las afueras de Kioto ofrece un cálido abrazo de encanto, familiaridad y un permiso absoluto para disfrutar. Sabemos exactamente por qué estás aquí, parece decir, jalando la manga de la imaginación de los cientos de millones de niños y adultos que han adorado a esta marca toda su vida.
Las icónicas tuberías gigantes verdes de Mario se alinean en el camino de entrada. Una fila de cinco Toads –fieles sirvientes de la Princesa Peach– cantan una canción de bienvenida cuando el visitante les acaricia sus cabezas. Hay un campo visual hacia una tienda de regalos que vende enormes cojines con la forma de los controles de juegos anteriores y actuales. Es la perfección, y algo está mal.
Nintendo es una de las muchas grandes empresas japonesas que han surgido de la antigua capital de Kioto. Tiene dinero de sobra para construir unas instalaciones especiales en medio de una ciudad repleta de turistas, pero en su lugar instaló este museo –para el que ahora hay una lista de espera de meses y un sistema de lotería para los siguientes boletos– en una de sus antiguas y remotas fábricas.
Bajo la nueva pintura y los magníficos destellos de Nintendology, hay un bloque industrial cuadrado que en su día se utilizó para fabricar naipes. Estos fueron los productos sobre los que se fundó la empresa y cuyo ADN todavía se transmite a través de lo que se ha convertido en un imperio mundial del entretenimiento y dueño de algunas de las propiedades intelectuales más valiosas del mundo.
El concepto de abrir un museo de Nintendo en este punto de la evolución de los juegos tiene un sentido obvio. Los videojuegos son parte de la historia moderna y son dignos de un museo. Las primeras máquinas electrónicas Game & Watch de la compañía aparecieron en 1980. Su primera consola de juegos propiamente dicha, la Family Computer (conocida como NES fuera de Japón), se lanzó tres años después.
En la actualidad, hay al menos tres generaciones en todo el mundo que han crecido con esta empresa, que no solo ha sido central para nuestra idea de diversión en la era digital, sino que también marcó la dirección del concepto de entretenimiento, narración de historias y emoción en la era moderna. La nostalgia alegre siempre tiene un lugar, y lo mismo ocurre con la conversión de los videojuegos en diversión física: por eso, a 60 kilómetros de distancia, en Osaka, está el exitoso parque temático Super Nintendo World.
Pero un museo, en teoría, tiene un papel extraordinario que desempeñar en el trazado de la historia de las fuerzas que conquistan el mundo que desató esta, alguna vez poco conocida, compañía regional japonesa: catalogar y explicar los avances, reveses, triunfos y errores de Nintendo.
El museo inicialmente parece prometedor en este sentido. Al visitante primero se le conduce a un piso superior bellamente diseñado donde se exhibe cada una de las consolas de Nintendo, junto con los paquetes japoneses e internacionales de los videojuegos más famosos o importantes lanzados en cada plataforma.
También hay recuerdos de una etapa anterior a que Nintendo fuera una compañía de videojuegos, con una amplia gama de juegos de mesa, rifles, juegos de carreras de coches para la televisión, un cochecito de bebé y un bate de béisbol. Están las primeras interaciones de juegos electrónicos de gran éxito, como Donkey Kong, y de máquinas que fueron fracasos comerciales, como Virtual Boy de 1995, con su tosco visor montado en la cabeza.
El Game Boy –desde el Classic hasta el Advance–, el NES, el SNES, el N64, el GameCube, el Wii y el Switch están expuestos para se les admire. Todas las colecciones presentan decenas de dispositivos en varios colores y ejemplos de los juegos más famosos.
“Las exhibiciones que se muestran se comparten con poca explicación…
Los alentamosa que formen sus propias ideas únicas y las compartan con los demás”
Y hay, en términos de volumen, mucho para admirar. Hay pantallas que muestran el juego sobre cada sección y una hilera de monitores que animan la evolución de Mario, bajo el control del diseñador y fuerza creativa omnipresente de Nintendo, Shigeru Miyamoto.
Todo es visualmente maravilloso y un triunfo del fan-service (el agasajo para los fans). Pero las brechas intelectuales son enormes. No hay nada aquí para los curiosos, los ávidos de conocimiento o incluso solo el fan que quiere más de lo que ya puede obtener en línea. Para las personas que no saben cómo Miyamoto entró a Nintendo, cómo logró afirmar su influencia en lo que era, fundamentalmente, un fabricante de juguetes, o qué desarrolladores estaban detrás de grandes éxitos como The Legend of Zelda, hay muchas cosas que faltan. No hay explicaciones de cómo se hizo todo, de las conexiones entre las máquinas y los juegos, entre sus creadores y la compañía.
No hay historias de origen del Game Boy, o el relativo fracaso del Wii U de baja potencia y el reciente renacimiento de Nintendo a través de la consola portátil Switch. Por ninguna parte se admite que la innovación puede ser un negocio desordenado, molesto y frustrante. No hay distinción entre la deprimente película de Super Mario Bros de 1993, que fracasó, y la gran película de 2023, que le dio a Nintendo su primer gran éxito de taquilla, allanando el camino para una película de Zelda que se tiene prevista. La mayor parte de lo que se muestra aquí se podría comprar, con suficiente dinero y tiempo, en las tiendas de juegos antiguos del distrito Akihabara de Tokio.
Según Nintendo, la falta de información es una característica, no un error. “Las exhibiciones que se muestran se comparten con poca explicación…los alentamos a que formen sus propias ideas únicas y las compartan con los demás”, dice la compañía en un comunicado.
Pero nos queda asumir que los verdaderos tesoros de Nintendo –las fotografías descoloridas de los programadores en sus guaridas, los pensamientos conceptuales de los presidentes anteriores de Nintendo, los bocetos en servilletas de personajes que se volverían conocidos en los hogares de todo el mundo– están guardados en algún lugar. Entonces, si el Museo de Nintendo no es el lugar adecuado para ellos, ¿dónde lo es?
La planta baja es, de forma deliberada, más divertida, pero impone la tarea claramente miserable de hacer un presupuesto. Al visitante se le da una tarjeta con 10 monedas virtuales para gastar en una variedad de juegos que van desde los satisfactoriamente conocidos hasta los agradablemente caóticos. No se pueden comprar monedas adicionales, ni por amor ni por dinero, y Nintendo debe saber que los visitantes tienen de sobra, a juzgar por los precios en la tienda de regalos.
Siete minutos de juego de videojuegos clásicos de NES, SNES y N64 cuestan dos monedas. Una vuelta en un inmenso campo de tiro del tamaño de una pared, donde los Zappers de NES y las pistolas Super Scope disparan pintura digital a Goombas y Koopa Troopas que se elevan, cuesta cuatro monedas. A un costado hay recreaciones de salas de estar japonesas retro donde, por un par de monedas más, se puede golpear con un bate de ping pong pelotas que salen que se lanzan cada 10 segundos aproximadamente: puntos extra por golpear artefactos de iluminación, ventanas, tazas de té y similares.
Junto a ellos hay máquinas de prueba de amor que exigen que te agarres de la mano con tu pareja para formar un único control orgánico capaz de hacer estallar globos, ponerse sombreros y ser evaluado por su compatibilidad una vez que se completa el juego. En una sala, se pueden jugar videojuegos clásicos en enormes controles de Nintendo, tan grandes que se necesitan dos jugadores –cada uno pagando dos monedas– para manejarlos.
Es una enorme diversión, pero la diversión se ve atenuada por el hecho de que ningún visitante nunca va a tener suficientes monedas para probar todos los juegos.
También ayuda al visitante a entender qué es lo que molesta aquí. El Museo de Nintendo es encantador, pero es, fundamentalmente, tacaño. Es intelectualmente tacaño con el historiador y, en términos de monedas virtuales, financieramente tacaño con el jugador nostálgico. Una hermosa exposición, entonces, pero no un museo.
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