Hace varios años, cuando jerarcas de la Iglesia católica se unieron a la cruzada de los deudos de los mineros muertos en la tragedia ocurrida en Pasta de Conchos, que insistían en la idea de rescatar los cadáveres de las víctimas, no obstante la presencia del gas grisú en la mina, me atreví a proponer que se olvidaran del rescate de los cuerpos y que se construyera en el lugar una capilla ecuménica, donde deudos de todas las religiones pudieran acudir a orar por sus difuntos. Esa sería, dije entonces, la mejor manera de recordar a los desaparecidos.
En aquella ocasión, agregaba, me resultaba ilógica la participación de la Iglesia católica en dicha cruzada, cuando, si no había olvidado las clases de catecismo impartidas en el colegio, el cristianismo considera que el ser humano está formado por cuerpo y alma. El primero es deleznable y acaba por volverse polvo, y así permanecerá hasta el día del Juicio Final. El alma, en cambio, es inmortal y a la muerte del cuerpo habrá de recibir los premios por las buenas acciones realizadas en la Tierra o los castigos merecedores por las malas.
Entonces, concluía, poco importaba, desde la doctrina católica, en este caso, el destino de los cuerpos de los desaparecidos.
Después de la visita de los deudos de los mineros muertos al presidente Andrés Manuel López Obrador, resurgió el tema. Los costos millonarios del rescate de los restos revivieron la propuesta del monumento, a lo que las familias de los mineros se opusieron.
Los deudos están en todo su derecho de solicitar el rescate de los cuerpos, pero hay que pensar en la conveniencia de intentarlo. En mis andanzas de reportero, el 31 de marzo de 1969, hace ya 51 años, fui el primer periodista en llegar a Barroterán después de la explosión que mató a 153 hombres.
Gracias a que el accidente no destruyó los sistemas de ventilación de la mina, quedó libre del gas en pocos días, dando inicio al rescate de los cuerpos, lo cual se logró mediante ímprobos trabajos de cientos de mineros que se encargaron de despejar los “caídos” —así llamaban ellos a los derrumbes en los túneles—, hasta llegar al lugar donde trabajaba la mayoría de sus compañeros muertos en la explosión.
Hablar de cuerpos, me contó uno de los rescatistas, era solamente una forma de referirse a los restos. En la mayoría de los casos eran montones de restos calcinados. La identificación fue posible gracias solamente a una chapa de bronce numerada que llevaba el tacón de una de las botas de trabajo. Nada más.
A distancia, quienes cubríamos la información, solamente veíamos salir negros de polvo de carbón y sudorosos a dos rescatistas cargando una bolsa negra de plástico, la cual se metía de inmediato en un féretro y se depositaba en las sepulturas abiertas utilizando maquinaria pesada. Uno de los espectáculos más tristes que me ha tocado vivir.
Hoy, con la pandemia, miles de familias mexicanas, imposibilitadas incluso para acompañar a sus seres queridos en los últimos momentos, reciben solamente una urna que contiene las cenizas del desaparecido. Algo muy parecido a lo que me tocó presenciar hace ya más de medio siglo. A 14 años de la explosión en Pasta de Conchos, sigo pensando lo mismo que escribí hace tiempo. Lo importante es mantener vivo el recuerdo de los muertos. Lo demás son ritos y costumbres que no cambian ni un ápice la realidad de la falta que nos hacen.
Más sobre esta sección Más en Coahuila