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Quien haya creído que el hecho de haber cumplido con nuestro deber de ciudadanos acudiendo en las recientes elecciones del 2 de junio, al conocer el nombre de quien resultara ganador en la contienda terminaba el proceso, estaba equivocado. 

De que fue una elección inequitativa, por supuesto que lo fue, de eso no hay duda. No fue honesta porque de los tres contendientes, dos cumplieron con los tiempos que establece la ley electoral.  No así la que al final resultó ganadora.  Es decir, tuvo la promoción adelantada a su antojo.  Aparecían pancartas, lonas, bardas pintadas, toda clase de publicidad, mostrando el poder cínico del oficialismo ¿lo recuerda?

Se sabía de antemano que los supuestos aspirantes para contender por Morena, en realidad no tenían la misma oportunidad que quien ya era la favorita del inquilino de palacio.  Aun así, obedeciendo órdenes, por supuesto, siguieron promoviendo su propia imagen, en una acción vergonzosamente cínica y sumisa. 

En realidad, todo ese ir y venir de los supuestos precandidatos no fue otra cosa que un distractor más para desviar la atención de las obras y el manejo de recursos. 

Lo que siguió después y el resultado final lo conocemos todos. Derroche de recursos y seguramente adquirir más compromisos sin importar con quien.  Obtener el triunfo era lo único que se deseaba; y las “comparsas”, no quedar fuera del presupuesto.

Y se está viendo con los nombramientos.

¿El país? ¿a quién le ha importado? ¿al pueblo bueno y sabio? Sin duda el mismo que mencionan en los discursos y se emociona y aplaude; porque cree que todo lo que se hace es por ellos, por los “pobres”.

Una verdadera lástima que sólo forme parte de un discurso manipulador y demagógico. Muchos consideran que utilizar la palabra “pueblo” corresponde únicamente para dirigirse o señalar a la gente humilde, de bajo nivel económico o social.

En nuestro caso, quienes nacimos en esta maravillosa tierra llamada México, formamos parte de este país solidario y hermoso; dispuesto siempre a tender la mano en momentos difíciles. Ante una tragedia nos unimos porque nos hermana el dolor.  Las tragedias no distinguen clase social; no saben de colores partidistas, ni de color de piel.

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos nos arropa a todos, no sólo a quienes votan en mayoría por algún partido y resulta triunfador en elecciones. El que no estemos de acuerdo con las decisiones de un gobierno que polariza, busca enfrentamientos, siembra el odio, no significa que dejemos de ser mexicanos.

No nos engañemos y mucho menos permitamos que nos engañen.  La destrucción de instituciones está fincada no sólo en la corrupción sino en la impunidad. Si se le agrega buena dosis de odio, puede llegar a transformarse en venganza enfermiza.

Pretender culpar siempre al pasado, a los que se fueron es absurdo; como tampoco es correcto dañar instituciones por supuesta corrupción. Es el argumento más torpe que sólo puede provenir de una mente mediocre que en los hechos muestra su ineptitud para gobernar un país.

Hoy, la Suprema Corte de Justicia de la Nación está en riesgo; el Poder Judicial también. Y es por el capricho de quienes al ostentar el poder se sienten dueños del país y sus instituciones. Un gobernante electo por los ciudadanos mediante su voto depositado en las urnas en la jornada electoral, es decir, de manera democrática, deberá gobernar para todos, no para favorecer al partido que pertenezca.

No pretenderá ser un rey, aunque viva en un palacio, prestado, por cierto. Creerse o sentirse superior es de soberbios.  Y a Dios no le agrada la mentira, la soberbia, la difamación, la hipocresía; en fin, nada que atente contra la dignidad de las personas. 

Lo que están haciendo los supuestos representantes del “pueblo” o sea los legisladores que no son más que comparsa que se mueven al son que les indique su patrón, es realmente vergonzoso.  Brincan de un partido a otro buscando tener la mayoría calificada para aprobar todas las barbaridades que el ejecutivo ordene.

Ni aman a su país, ni respetan la Constitución y sí se han convertido en una vergüenza nacional.  El chapulineo es su fuerte y la traición su estandarte.

Escuchar las ofensas a la ministra Norma Piña, presidenta de la SCJN por parte de un grupo de personas que han emprendido una cobarde embestida contra ella y contra jueces, magistrados, ministros y una lista larga de personas respetables, es inconcebible.

Ahora resulta que quien está preparada, representa con decoro su cargo, privilegia la Constitución, es quien debe renunciar.  Cuando en realidad quienes deberían de hacerlo dos personas, que están en funciones y no son un buen ejemplo para nadie, porque a una la acompaña la certeza de un plagio en su tesis y a la otra, porque ha mostrado desconocimiento y capacidad en la interpretación de las leyes.

Y qué decir del exministro Arturo Saldívar, hoy convertido en verdugo de la SCJN y del Poder Judicial; un enemigo de la verdad y de las leyes.  El rencor y frustración convertidos quizás en odio, tal vez sea porque no se le concedió extender su permanencia en la Corte, como pretendía su amigo el presidente.

De haber logrado Saldívar su objetivo ¿actuaría con la misma fuerza destructora en contra de la noble institución de la que se sirvió por muchos años? ¿Se hubiera atrevido a agredir a la mujer que preside la Corte y ha demostrado tener capacidad, valor y amor a la patria?  Son preguntas, quizás sin respuesta.