Por: José Antonio Crespo
Para entender lo que está ocurriendo en México, conviene regresar al clásico Thomas Hobbes (s. XVI) en torno al poder, el Estado y sus riesgos. Leviathán, el título de su libro clásico, es un monstruo marino mencionado en el Apocalipsis, y Hobbes decidió tomar ese nombre para referirse al Estado.
En un principio, al no haber reglas básicas de convivencia entre los miembros de una comunidad humana, prevalecerá la Ley de la Selva; todos contra todos; se roban, abusan, se matan si es necesario, lo que implica un infierno social.
Si además el poder está distribuido entre todos (anarquía=sin poder), nadie podrá hacer valer mínimas reglas de convivencia -si es que existen- y por tanto prevalecerá el caos.
La solución es que cada individuo ceda parte de su autonomía para crear una criatura suficientemente fuerte, que obligue a cumplir las reglas básicas de convivencia, y castigar a quien las infrinja.
Ese ente es el Estado.
El problema con esa posible solución es que todo ese poder estatal se concentra en una sola persona, por lo que caemos en una autocracia=el poder de uno solo.
Como esa persona seguramente no será el Rey virtuoso de Platón (casi un santo), el autócrata seguramente abusará de su enorme poder; satisfacer sus ambiciones, egolatría, venganzas, y deshacerse de sus adversarios.
Y como el autócrata concentra todo el poder, no habrá forma para removerlo y en su caso penalizarlo pacíficamente. Prevalece la impunidad, rasgo típicamente autoritario.
La única alternativa es una revolución (cuando el poder ciudadano se organiza y supera al poder estatal). Pero esa salida no tiene asegurado el éxito, es muy arriesgada para los participantes (muchos morirán), y provocará elevados costos económicos.
Además, dará paso a una nueva autocracia, aunque con otra persona y bandera. Mala solución. Como sea, dice Hobbes —con razón— que la autocracia es preferible a la anarquía.
Pero hay otra opción: la democracia, un punto de equilibrio entre ambos extremos: la famosa División de Poderes de la hablaba John Locke.
Al Ejecutivo se le da, por ejemplo, 40% del poder para que tome ciertas decisiones y se acaten, otro 30% al Legislativo y el restante 30% al Poder judicial. Si el Ejecutivo abusa en exceso de su poder, el 60% restante podrá frenarlo, removerlo y en su caso penalizarlo (vgr. Nixon).
Es la rendición de cuentas, elemento esencial de la democracia. Pero como equilibrio entre los extremos (anarquía y autocracia), cuesta conseguir su construcción y, sobre todo su preservación. Fácilmente puede inclinarse hacia un polo u otro. Y toma mucho tiempo consolidarlo.
En México intentamos ese equilibrio desde 1996, y se logró en buena medida; hubo libertad electoral y ciertos contrapesos al Ejecutivo (aunque no se avanzó en la corrupción ni la impunidad).
Pero frágiles como son las nuevas democracias, y dado que no pueden resolver todos los problemas en poco tiempo, suelen llegar demagogos, presentándose como redentores e identificándose emocionalmente con las masas.
Por lo cual, es fácil que sean electos y, desde el Ejecutivo, usan su poder para desmantelar gradualmente la democracia (así lo plantea, con todas sus letras, el Foro de Sao Paulo).
López Obrador no pudo hacerlo de inmediato, pero al finalizar su gobierno lo logró. Concentró (por encima de la ley) el poder suficiente para desmantelar la democracia. En eso estamos.
El Leviathán mexicano cobró gran fuerza frente a individuos y organismos formales de la sociedad. Pero se muestra débil (o aliado) frente al crimen organizado.
Y a ese caos informal podrían sumarse grupos y sectores civiles (no criminales), afectados en sus intereses por el nuevo Leviathán guinda.
Éste podrá imponerse a los segundos y abusar de los ciudadanos en general, pero poco puede hacer con los delincuentes. Se trata de una extraña (y dañina) mezcla entre anarquía y autocracia; el peor de los mundos.
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