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Por Juan Latapí

Hace 5 meses

Desde hace algunos meses las notas rojas de los diarios y noticieros comparten espacio con la efervescencia política de las próximas elecciones. Abundan las declaraciones de los aspirantes, precandidatos y opiniólogos con sus consabidas descalificaciones para que tal o cual candidato con tal de acceder al poder para ejercerlo a sus anchas durante los próximos años con los beneficios que ello implica.

Los suspirantes que han hecho públicas sus aspiraciones políticas, tímida o abiertamente, empiezan a practicar el juego sucio de las descalificaciones veladas y en cualquier momento lo harán con todo descaro y hasta vulgaridad enseñando el cobre. Obviamente ningún precandidato ha dicho públicamente cuáles son sus propuestas y como llevarlas a cabo, cuáles son su trayectoria, experiencia y resultados, qué se supone debemos esperar de ellos y un largo etcétera que hasta el momento es incierto.

Quienes quieren reelegirse dicen que la dichosa Ley electoral les impide actos anticipados de campaña aunque descaradamente los realizan desde hace tiempo. También será inútil esperar que transparenten el origen de los recursos para sus inminentes campañas que a todas luces -como de costumbre- rebasan los presupuestos autorizados por la dichosa Ley que todos dicen obedecer y nadie cumple.

Entre las pocas certezas que hay al respecto es que los candidatos serán los mismos con más de lo mismo aunque pretendan aparentar lo contrario. Vendrán las campañas oficiales con multitud de promesas que rara vez cumplen; mentirán –unos con chispa y otros burdamente-, presumirán con dotes histriónicos su abnegada caridad en beneficio de los más necesitados, aparentarán su solidaridad y ser buena onda con todo mundo, pero a final de cuentas todo seguirá igual y muy probablemente peor porque son los mismos de siempre.

Se gastarán fuertes sumas de dinero en las campañas, mucho del dinero invertido no aparecerá reportado; habrá un proceso electoral plagado de irregularidades, adosado con acusaciones y bravatas y a final de cuentas surgirá un vencedor. Se sabe que el esfuerzo y los recursos invertidos en la campaña no serán los mismos que se emplearán para “gobernar”. Se trabaja, invierte y elucubra intensamente para obtener la mayor cantidad de votos a como de lugar pero no para servir a la comunidad; el único objetivo es alcanzar el cargo, lo demás es lo de menos.

Quien gane deberá cumplir con los compromisos adquiridos, pero no con los electores sino con quienes los patrocinaron y ayudaron a ganar. Repartirán puestos y cargos para pagar favores y saldar las deudas, asignarán contratos y prebendas sin importar la opacidad, es la costumbre de cuotas y cuates como ya es costumbre.

Poco a poco el poder los hará levitar, el orgullo los irá ensordeciendo y la soberbia les borrará la memoria. La sencillez y camaradería del candidato se transmutarán en pedantería y descortesía como si se tratara de pequeños dictadores porque así suelen funcionar las cosas en este país.

Hace algunos años, el editorialista de El Norte, Luis Marcelo Villarreal, decía que hay tres razones por las que los alcaldes son una especie de dictadores municipales. La primera es por el poder excesivo que la ley le otorga a cada alcalde, porque le da la mayoría en el ayuntamiento. La segunda es la confabulación entre partidos en el Congreso local para aprobar las cuentas de sus respectivos alcaldes: una mano lava la otra. Y la tercera, por la percepción del electorado de que el alcalde es quien por ley gobierna el municipio.

Actualmente un alcalde que gana las elecciones entra con la mayoría del ayuntamiento en su bolsa eliminando la pluralidad que debe existir. Así el alcalde en turno puede tomar decisiones unilaterales siendo un mero trámite el presentarlas en su reunión con el cabildo: ya tiene el voto a favor de la mayoría antes de sentarse en la mesa. En otras palabras, los alcaldes gobiernan sus municipios sin ningún contrapeso.

Ante esto el editorialista propone dos alternativas. La primera es reducir a la mitad el número de regidores que entran por estar en la lista del alcalde ganador, así como quitarles el derecho de proporcionalidad a los regidores que estén en esa lista, en el entendido de que ése es un derecho exclusivo para representar a las minorías, no a los gigantes. La segunda es ponerle un alto al poder absoluto de los alcaldes, a todos los abusos de poder en licitaciones, los exagerados y opacos gastos millonarios en su imagen, a los desvíos de recursos que quiebran al municipio aunque su publicidad diga lo contrario. Se necesita que los regidores sean representantes reales de la ciudadanía y no títeres del alcalde en turno.

Vale la pena preguntarse si los regidores van a representar a la gente o asumirán el rol de lacayos, de “minions” del alcalde, para avanzar en su carrera política partidista con sus obvios beneficios económicos e influencias. Desafortunadamente sabemos que este tipo de propuestas no son bien vistas por quienes ostentan el poder y difícilmente se llevarán a cabo. Para ellos lo importante es el hueso y ser más de lo mismo.

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