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| Al momento de su muerte Manuel Acuña tenía un hijo con la poetisa Laura Méndez de Cuenca y pretendía a Rosario De la Peña, unos meses después de su muerte fallece su hijo por una neumonía.

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Manuel Acuña nació un 27 de agosto. Seguro que no sabías esto de él

Por Margarita Reyna

Publicado el martes, 27 de agosto del 2024 a las 06:18


Acuña era un hombre depresivo, con salud frágil, graves carencias económicas y traumas de infancia. Varios hermanos suyos también se quitaron la vida

Ciudad de México.- Manuel Acuña era un hombre de complexión delgada, de frente amplia, de cabello oscuro, peinado hacia atrás por la mano que sobre sus ondulaciones se posaba; era de cejas pobladas, ojos grandes, nariz afilada, boca chica, coronada con un bigote recortado. Usaba levita oscura y era presto al andar.

El poeta nació en Saltillo, Coahuila, el 27 de agosto de 1849, en el seno de una familia de modestos recursos. Era hijo de Francisco Acuña y Refugio Narro. Inició sus estudios en el Colegio Josefino de su ciudad natal y a los 16 años de edad viajó a la Ciudad de México para inscribirse como interno del Colegio de San Ildefonso. Acuña evoca del siguiente modo su partida: “Sus brazos me estrecharon y después a los pálidos reflejos del sol que en el crepúsculo se hundía, sólo vi una ciudad que se perdía con mi cuna y mis padres a lo lejos”.

En 1868, Manuel se inscribió en la Escuela de Medicina, ubicada en el antiguo Palacio de la Inquisición, en la plaza de Santo Domingo. Al principio, alquilaba una modesta habitación en el ex-convento de Santa Brígida, pero después consiguió avecindarse en un cuarto del segundo patio de la Escuela de Medicina, el mismo que años atrás había ocupado Juan Díaz Covarrubias, fusilado por los conservadores en Tacubaya el 11 de abril de 1859. Allí lo visitaban otros jóvenes talentosos, como Juan de Dios Peza, Agustín F. Cuenca, Gerardo M. Silva, Javier Santamaría, Juan B. Garza, Gregorio Oribe, Francisco Ortiz, Miguel Portillo, Juan de Dios Villalón y Vicente Morales. De naturaleza triste, pero jovial en el trato y certero en sus palabras, a Acuña no le faltaba el corro de amigos que lo admiraban y hacían la vista gorda a sus extravagancias.

Cuando cursaba el segundo año de la carrera de medicina en abril de 1871 muere su padre al que dedica una sentida elegía, “Lágrimas”. Con la muerte de su padre se recrudece su estreches económica y se ve obligado a buscar una beca, que consistía en habitación y comida.

Su frágil salud también era otra causa de desaliento, aunque no le faltaban miradas, oídos y voces que ponderaban la calidad de sus escritos, su sensación de fracaso al no ser correspondido en sus amores y la falta de dinero para sostener sus estudios lo tenía sumido en un desaliento continuo.

En 1872 sostuvo una relación con la poetisa Laura Méndez de Cuenca, con quien procreó un hijo que murió de bronquitis el 17 de enero de 1874 un mes después que el poeta, a ella le dedicó su obra Adiós cuando terminó la relación y a su vez ella escribió sus primeros poemas Cineraria, Adiós y Esperanza, publicados en el periódico Siglo XIX.

Cursaba el cuarto año de estudios, cuando la pasión contenida apagó eternamente su inspiración y su poesía.

La tarde del viernes 5 de diciembre de 1873, Juan de Dios Peza y Manuel Acuña paseaban por la Alameda. El viento constante y juguetón desprendía las hojas amarillas de los fresnos y de los chopos. Acuña miraba con tristeza las hojas caídas y entonces le dio por recitar “El Génesis de mi vida”. Luego, sentados ambos, Acuña dictó a Peza el soneto “A un arroyo”, que vendría a ser el último de su autoría. A la hora del crepúsculo se encaminaron por las calles de la ciudad. Al despedirse en el umbral de una casa de la calle de Santa Isabel, se dijeron lo siguiente:

—Mañana a la una en punto te espero sin falta.

—¿En punto?— le pregunté.

—Si tardas un minuto más…

—¿Qué sucederá?

—Que me iré sin verte.

—¿Te irás adónde?

—Estoy de viaje… sí… de viaje… lo sabrás después.

Peza quedó atribulado por la enigmática solicitud de Acuña, sin poder preguntar los detalles de su disposición. En el corazón, sintió la punzada de un mal presentimiento. En la negra noche, Acuña dio cuenta de numerosos papeles que había en su habitación. Rompió algunos, mientras que dejó que el fuego consumiera otros. Además, escribió cartas, una era para su madre, otra para Antonio Coellar, otra más para Gerardo Silva y dos más para amigas cercanas.

Al día siguiente, se demoró más de la cuenta en la cama, pero al fin se levantó, ordenó su espacio, salió a darse un baño y alrededor de las doce del día, regresó a su habitación. Entonces, escribió con letra firme el siguiente mensaje: “Lo de menos será entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable —Diciembre 6 de 1873.— Manuel Acuña”. Todavía salió a los corredores del edificio para intercambiar algunos comentarios con los estudiantes que pasaban. A las 12:30 se encerró en su habitación e ingirió una dosis de cianuro de potasio, suficiente para arrancarle la vida y la tristeza.

Juan de Dios Peza hizo lo posible por llegar puntual a la cita, pero un amigo lo entretuvo al ingresar en el edificio de la escuela. Cruzó el umbral del cuarto número 13 del segundo patio; sobre la mesa había una lámpara encendida y Acuña reposaba en su cama, como si estuviera dormido. Peza tocó la frente de su amigo y la sintió tibia, no obstante, al mirar la quietud del cuerpo, levantó uno de sus párpados y la pupila dilatada le anunció la terminación de una vida. En la mesita de noche había una vela y junto a esta un vaso sobre el que reposaba el papel con el mensaje del suicida. Al inclinarse para leer el texto, el olor agrio del veneno lo hizo confirmar su sospecha. Con desesperación, pidió auxilio a los estudiantes y a los médicos vecinos. En vano trataron de reanimarlo. Acuña se había ido.

Las autoridades de la escuela tomaron conocimiento del deceso y a las cuatro de la tarde el juez Gaxiola autorizó que se practicara la autopsia en la propia Escuela de Medicina. Los poetas visitaron a su amigo muerto en la antigua capilla del edificio. Alejandro Casarín preparó la máscara mortuoria con yeso blando y también dibujó a lápiz el último retrato de Acuña, cuyo cuerpo fue velado desde el sábado hasta el siguiente miércoles, cuando se dispuso su entierro. Aquel fue todo un acontecimiento, por el aprecio al genio y a la poesía de Acuña. Multitud de coronas y ramos de flores dieron cuenta de la extraordinaria sensibilidad que propició su deceso. De forma anecdótica, resalta el hecho circunstancial, atribuido a la química del embalsamamiento, que de los ojos de Acuña brotaban minúsculas gotas que la gente interpretó como lágrimas de quien, estando muerto, seguía expresando sus sentimientos. Más aún, el prodigio recordaba su verso: “¡Cómo deben llorar en la última hora/ Los inmóviles párpados de un muerto!”.

La mañana del miércoles 10 de diciembre, la gente llenó la plaza de Santo Domingo. En el recinto de la escuela se encontraban presentes algunos miembros de sociedades científicas, literarias y obreras. También se distinguía a profesores e intelectuales destacados, como Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano y el director de la Escuela, Leopoldo Río de la Loza. A las diez de la mañana, los amigos cercanos de Acuña cargaron en hombros el cuerpo para conducirlo a su última morada. El silencio, los susurros y la consternación caracterizaban el ambiente. Detrás de Acuña iban los representantes de las sociedades literarias “Liceo Hidalgo”, “Concordia” y “Porvenir”, así como de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y del Gran Círculo de Obreros. En orden sucesivo, marchaba un elegante carro fúnebre, adornado con una lira dorada de cuerdas rotas y una corona de flores. Más atrás, continuaba un largo cortejo de carruajes particulares. Todos recorrieron las calles de Santo Domingo, Esclavo, Manrique, San José el Real, San Francisco, San Juan de Letrán y Hospital Real para proseguir en línea recta al cementerio del Campo Florido.

En las afueras del camposanto se instaló un podio, donde se pronunciaron discursos por parte de los jóvenes Manuel Rocha, Porfirio Parra y Francisco Frías y Camacho, así como también de Gustavo Baz y Justo Sierra; este último inició su alocución diciendo: “Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora/ De un porvenir feliz, todo en una hora/ De soledad y hastío,/ Cambiaste por el triste/ ¡Derecho de morir, hermano mío!”. Después de Sierra, tomaron la palabra los señores Ramírez de Arellano y Francisco de A. Lerdo, a nombre de la sociedad literaria “El Porvenir“; también José Rosas Moreno, quien leyó una hermosa poesía. Los discursos prosiguieron y la última intervención la hizo Juan de Dios Peza, quien habló a nombre de los amigos íntimos de Manuel. A las doce del día, el ataúd de Acuña descendió a la cavidad oscura y fría del reposo eterno.

Partió el poeta, pero dejó como legado su poesía. Sus contemporáneos Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio y Manuel Ocaranza, entre otros, se encargaron de mantener vivo su recuerdo. Los versos que escribió encierran una profunda sensibilidad y esta cualidad reaviva su expresividad de una generación a otra.

Los compañeros de Acuña reprocharon a Rosario la muerte del bardo. En Francia, en España y en Chile se publicaron diatribas contra ella… a pesar de que Rosario declaró en varias entrevistas que nunca alentó los sentimientos del poeta. Por las memorias de sus íntimos, Juan de Dios Peza y Justo Sierra, se sabía que Acuña era un hombre depresivo, con serios problemas de salud, graves carencias económicas y traumas de infancia. Varios hermanos suyos también se suicidaron. 

Lo cierto es que en sus últimos días, Manuel Acuña robaba horas de más al sueño para leer y escribir; durante la convivencia cotidiana, se mostraba atento y simpático con sus amigos, pero en el fondo de su ser abrigaba una profunda melancolía. Acuña escribió con el alma y murió de sentimiento, no sin antes irradiar la delicada trama de sus palabras, voz del espíritu romántico de su época.

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