Llegué del súper con una sensación de alegría y deseos por hacerme un coctel de camarones delicioso, no soy muy fan de los mariscos pero, un coctelito no se desprecia, traía todo lo necesario, cilantro, chile, tomate, cebollita, salsa de tomate, salsa tabasco, limones, aguacate y los camarones que eran la estrella de aquella proeza culinaria.
El antojo había empezado cuando vi a la derecha de la estantería de las carnes frías, el lugar destinado a los mariscos, en el que el camarón estaba a muy buen precio, entonces tomé una charolita con el producto congelado, acostumbrada a ver el precio del camarón por las nubes me convenció la oferta, esto, aunado al antojo de un buen coctel, me pareció prudente darme ese gusto.
Ya estando en la cocina con todos los implementos, saqué la charolita de camarones, y ¿Cuál va siendo mi sorpresa? Que todos los camarones estaban cubiertos con una gruesa capa de hielo, cuando los descongelé por completo el peso neto había disminuido al cincuenta por ciento y los camarones que se veían grandes, ahora no eran más que unos cuantos camaroncitos de pacotilla.
Lo sabía, era demasiado bueno para ser verdad, aunque los camarones estaban a muy buen precio, ahora entiendo que me vendieron una ilusión, esa capa de hielo que arropaba cada camarón, aumenta su peso considerablemente, puesto que, el agua al solidificarse cambia su densidad aumentando el peso de su masa corporal; por lo tanto, me habían vendido gato por liebre como comúnmente se dice.
Este tipo de malas prácticas comerciales ya habían llamado mi atención antes, cuando al comprar cortes de carne para asar, me percaté de que escurrían mucha agua, al principio no me pareció extraño, pues uno piensa lógicamente que el fenómeno de la descongelación debe producir un poco de líquido al hacer la transición del punto de congelación a temperatura ambiente.
Sin embargo, cuando un charco de agua mezclada con sangre de la carne, se precipitó por el borde de la meza, fue que me pareció raro, por que antes no me había tocado que se hiciera tanto derramadero de líquido; además de que religiosamente compro carne en una carnicería de Zaragoza, en la que no hacen eso, ya que te venden la carne del animal que acaban de sacrificar para la venta de esa semana, por lo tanto, la carne es fresca, natural, orgánica y sin agentes que la adulteren o la esponjen como el agua por ejemplo.
Se preguntará, ¿Cómo es esto?, pues si, una de las prácticas comunes es que las personas que se dedican a comerciar con la carne, le inyectan agua mientras esta fresca, luego la ponen a congelar, solidificándose el agua entre los tejidos de la carne, dándole un mayor peso, además de un volumen aparente, pero la verdad es, que parece un bistec flaco al que le han puesto un traje de Superman inflable encima.
Lo cual me parece muy lamentable, si tomamos en cuenta que, como las madres de familia andamos corre y corre haciendo múltiples tareas a la vez, es común que no le prestemos atención a esos pequeños detalles, máxime que bajo un principio de buena fe, tú vas al súper dando por hecho que te vendieron lo que dice la etiqueta en calidad, cantidad y peso, obviamente.
Se dice por ahí, que ojos que no ven corazón que no siente, entonces, sí de cada diez personas solo una se percata del inflado de la carne, el comerciante se ha salido con la suya, lucrando con la buena fe de la gente, sin importarle que su producto, literalmente se reduce escandalosamente mientras se cocina, considero que es un atraco peor que a mano armada, porque en esos casos, por lo menos te das cuenta del ultraje, pero ante este abuso hacia el consumidor, raras veces se hace algo, y como digo pasa casi inadvertido.
Estas malas prácticas, terribles, no pasan solo con las carnes, también sucede como les comento con el camarón, con la salsa picante de los restaurantes o taquerías, a las que les agregan agua de más o sodas gaseosas para que aumenten su volumen; desafortunadamente vivimos en un país en el que lo normal es que impere la ley del más fuerte, una jungla en la que el que no tranza no avanza, pero, ya es el colmo de los colmos, kilos de tortillas que no son kilos propiamente, litros de gasolina que escasamente son lo que dicen ser, bolsas de papitas infladas con más aire que papitas, jugos que no son jugos, jamones que no son jamones, quesos que nos son quesos; ¿Qué más falta? Solo proclamar vigente y de aplicación obligatoria la famosa Ley de Herodes.
Ya basta, esta sociedad no puede seguir así, en estos tiempos tan difíciles como enrarecidos enfrentando al coronavirus, es necesario hacer un ejercicio de conciencia, hay que dejar de sucumbir ante el canto de sirenas que significan estas malas prácticas comerciales y tratar de ganarse la vida honestamente, solamente vende lo que dices que vendes, nada más, pero nada menos.
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