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Los oligarcas

Por Columnista Invitado

Hace 1 hora

POR: JORGE VOLPI

 

Son los dos hombres más poderosos del mundo. Los dos son blancos y heterosexuales, por supuesto. Y ninguno parece tener el menor escrúpulo a la hora de mentir o engañar a sus incontables seguidores. Uno es el Presidente de la nación más rica e influyente -y mejor armada- de la Tierra y el otro el hombre más rico del planeta. Y ambos se han unido en una ominosa alianza que, más allá de los objetivos específicos de cada uno, se dispone a trastocar el orden global surgido a partir del fin de la Guerra Fría y a combatir febrilmente todas aquellas conquistas de la izquierda que ellos identifican, burdamente, con las aristas más extremas del pensamiento woke.

En un plano íntimo, ambos actúan a partir sólo del más frío pragmatismo -a diferencia de otros déspotas, Trump probablemente no tenga una sola convicción auténtica- y, sobre todo, del resentimiento. Que el motor de dos machos alfa tan exitosos según cualquier parámetro actual -al menos hasta ahora, ambos se han salido siempre con la suya- sea el rencor, y que se empeñen en exacerbarlo día tras día entre sus correligionarios, muestra ya otra de las oscuras contradicciones del capitalismo tardío. Uno y otro se sienten llamados -no por una voz divina, sino por sus propios egos- a liquidar una época que, en sus ficciones particulares, los sobajó o traicionó: en otras palabras, fijó límites a la libertad de enriquecerse o hacer cuanto se les viniera en gana a costa de los otros que ellos identifican, perversamente, con la libertad.

Tras su derrota electoral en 2020, Trump desconoció los resultados, presionó a autoridades electorales para mantenerse ilegalmente en el poder, azuzó a una muchedumbre a tomar por asalto el Capitolio y provocó la mayor crisis de la democracia estadunidense: nada de eso le impidió regresar a la Casa Blanca, con mayorías en ambas Cámaras. Tampoco la larga serie de crímenes y ofensas de que ha sido acusado -y, en un caso, condenado-, convirtiéndolo en el primer delincuente en llegar a la Presidencia de su país. Pero cada uno de los juicios a los que se vio sometido -y que ahora resultan irrelevantes- él lo vivió como una humillación que ahora se apresta a cobrarse: se cebará con sus enemigos y destruirá cada una de sus políticas, sin importar los resultados de su empeño.

Musk, por su parte, no ha podido tolerar la transición de género de su hija Vivian Jenna Wilson, quien ha declarado que no quiere tener ningún vínculo con su padre y que abandonará Estados Unidos en cuanto Trump tome posesión. Como si la decisión de la joven fuese una afrenta a la virilidad del multimillonario, este empezó entonces una cruzada que lo llevó de posiciones relativamente progresistas a un delirio ultraconservador -que él continúa identificando con lo libertario- que lo anima a expandir las más absurdas teorías de la conspiración o a apoyar a los políticos y partidos más reaccionarios -y contrarios a la libertad- con que se topa en el camino.

Su mancuerna, la alarmante mancuerna entre quien dispone de la mayor economía del orbe -y de sus armas convencionales y nucleares- y del dueño del espacio virtual que figura, en otra insoportable paradoja, como el mayor espacio de discusión pública de nuestro tiempo, constituye uno de los mayores peligros a los que nos hayamos enfrentado en décadas: la unión de dos narcisistas incontenibles que se alimentan cotidianamente uno al otro, de dos fuerzas que representan la amalgama entre lo público y lo privado -o, más bien, la privatización extrema de lo público-, la suma del poder analógico y el digital y la demagogia llevada hasta la cúspide: ninguno representa -ni mucho menos defiende- las vidas de los millones de trabajadores que votaron por Trump o de los usuarios de X que Musk sermonea cada mañana.

Ataque visceral a los migrantes -”son animales”-, disrupción del comercio global, amenazas de expansión territorial en Groenlandia o Panamá, declaración de guerra a los narcos mexicanos, más lo que se acumule cada día: sus amenazas suenan tan absurdas, tan impensables, que no nos damos cuenta de que en unos días más empezarán a ser reales.

 

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