Juan José Saer señala que en las librerías de viejo de Buenos Aires el precio de los libros depende de la cara del comprador. Si la mirada revela codicia, la presa se vuelve más cara.
Tener libros incluye la posibilidad de perderlos. No todos los días los consultas y cuando quieres hacerlo ya no los encuentras. Me acaba de pasar con El Apando, de José Revueltas, cuyo título garantizaba encierro, y con El Libro del Desasosiego, de Fernando Pessoa, que describe mi estado. ¿Adónde van los libros que no controlo?, ¿los presté?, ¿alguien los robó?, ¿mi hija los lee en secreto en otra parte de la casa?
Con los años, las librerías de viejo se convierten no solo en los sitios donde encuentras obras que nunca tuviste, sino en los que puedes recuperar tu biblioteca.
Hace 50 años empecé a leer en forma y las librerías eran sitios en los que me faltaba dinero. Pospuse la compra de excelentes novedades, confiando en una prosperidad que jamás llegó.
Aunque las librerías de viejo disponen de auténticos tesoros, me concentro en los ejemplares que hace cinco décadas dejé ir en la librería Zaplana, la original Librería del Sótano, la Librería de Cristal en la Alameda, la Universitaria en Insurgentes y otros espacios que ya solo existen en la memoria.
Al recuperar un tomo de las desaparecidas colecciones de Áncora y Delfín o Barral Editores, tengo la sensación de recuperar una parte perdida de mí mismo.
La práctica es menos romántica de lo que parece.
El diseño y el olor del libro me llevan a la época en que no pude comprarlo, pero la nostalgia se disuelve con la lectura, que ocurre en el tiempo sin tiempo de la prosa o la poesía; ese presente eterno me obliga a pensar cómo habría sido mi vida en caso de haber descubierto esas ideas cuando más podían afectarme.
Entro así en una vida fantasma, la que podría haber llevado en contacto con las obras que dejé pasar. Esa realidad alterna puede ser perturbadora.
El primer álbum Panini se publicó para celebrar el Mundial de México 70. Entiendo la pasión del fanático que en 2022 desee completar su colección (¡lleva 52 años jugando sin Pelé!). Pero no se puede decir lo mismo de los libros que no leíste en su momento porque el álbum eres tú. Saber que tu vida podría haber sido distinta no te hace sentir completo.
Paso a algo que atañe a los autores que llevan décadas publicando. Entrar a una librería de viejo puede ser una posibilidad de encontrar hijos expósitos. De nada sirve pensar que incluso Borges llega a ese orfanatorio ni suponer que el volumen descarriado será felizmente adoptado por alguien más.
Lo primero que hace el autor que se encuentra a sí mismo es ver si el ejemplar está dedicado. Paul Theroux descubrió así que su gran amigo V. S. Naipaul había vendido todos los volúmenes que él le regaló. Su desconcierto fue tan grande que escribió una obra maestra del despecho: La Sombra de Sir Vidia.
También es posible hallar ahí libros que has prestado. Eso pasó con mi amiga R. Durante años, ella estuvo casada con un hombre al que resulta sutil llamar posesivo. Nadie conoce el alcance de los celos hasta que no los vive.
En la fase del cortejo, cualquier Otelo responde al respecto: “Soy celoso si me provocan”. El problema es que las provocaciones pueden ser muy raras. El marido de R. sospechaba de cualquier WhatsApp que llegara en domingo, como si la aplicación solo fuera decente en días hábiles. Esa celotipia nos obligó a tratar a R. con una frialdad inmerecida y a él con un afecto aún más inmerecido.
La relación estaba condenada y R. abandonó al celoso impertinente. Salió del departamento con lo que llevaba puesto, sin detenerse a recoger sus cosas (entre ellas, Las Afinidades Electivas, que yo le había prestado y que trata, precisamente, de las formas peculiares en que la gente se vincula).
La semana pasada fui a una librería de viejo y el azar me regaló el artículo que ahora escribo: encontré el libro que estuvo en las sufridas manos de R. Mi ejemplar no tenía mi nombre, pero lo reconocí por este subrayado: “Separemos de la vida todo aquello que es propiamente negocio. Los negocios requieren seriedad y rigor; la vida, arbitrariedad”.
Cuando pregunté el precio del libro, quise poner la cara indiferente de quien sabe que la vida es arbitraria. Más astuto, el vendedor descubrió mi pose y me trató con el rigor de quien sabe subir el precio.
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