“Baste a cada día su propio afán”. Esta expresión de Mateo 6:34, que mi padre invocaba cada mañana durante su larga enfermedad, viene a mi memoria en especial hoy, cuando vemos que se elevan los momentos de desesperanza que nos tientan a abandonar toda lucha, considerándola estéril.
Quizás otorgando una nueva perspectiva a la realidad podamos vivirla de mejor manera. Nuestro pensamiento suele balancearse entre distintos tiempos, en lo que los especialistas denominan “red neuronal por defecto”: Nos remitimos al pasado con todo aquello que tuvimos y no más tenemos, lo que nos deprime. O avanzamos hacia el futuro imaginando escenarios complicadísimos, lo que nos angustia. De entrada, no conseguimos enfocarnos al único tiempo válido, el presente, con su paleta de posibilidades para construir una realidad positiva y satisfactoria.
Con ocho mil millones de habitantes, el planeta en este tercer milenio se vuelve complejo. Máxime cuando las súper carreteras informáticas traen a nuestro campo de conciencia realidades terribles de lo que ocurre en cualquier rincón del mundo. Contenidos, muchos de ellos, muy apegados a lo que es, pero muchos otros con un sesgo informático muy singular, que finalmente nos lleva a una sensación de abatimiento. Los males del mundo llegan a manera de alud a nuestros sentidos para agobiarnos y, no pocas veces, sumirnos en la depresión.
Vivir en el aquí y el ahora es el recurso supremo para el bienestar espiritual. Colocarnos con todos nuestros sentidos, nuestros pensamientos, expectativas y limitaciones, en el plano de lo que ahora hay, eso que tenemos frente a nosotros para trabajar por construirnos un mundo digno de ser habitado. La tarea de desintoxicarnos de contenidos mediáticos dañinos es fundamental, tanto hacer a un lado noticias desalentadoras que no hacen más que sumirnos, así como “realidades virtuales” frente a las cuales nuestra limitada humanidad se siente incompetente. Somos humanos reales, sin edición, con defectos, heridas y desaciertos, pero, por encima de todo, con la voluntad por superarnos.
Jean Paul Sartre, escritor y filósofo francés del siglo veinte, quien rechazó el Nobel de literatura en 1964, tiene una sentencia maravillosa, que viene al caso para ilustrar lo que aquí postulo, y que dice: “Un hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”, dando cuenta de que la libertad radica, justo, en trabajar activamente por construirnos, propuestos a superar todos los elementos que parecieran querer evitarlo. En la medida de su voluntad, el ser humano es capaz de modificar el impacto de esa narrativa que, de entrada, busca limitar nuestro desarrollo personal. Hacerlo significa ir por la vida haciéndose responsable de lo que es en el presente, sin anclarse a elementos externos a sí mismo, máxime si pertenecen a un tiempo que ya no es.
El gran problema de esta época de hedonismo es que se nos llama a centrarnos en el ego para conducir nuestra existencia. Partimos de cómo nos sentimos o qué esperamos del mundo, para determinar lo que estamos dispuestos a hacer. Si nuestros actos no van a redundar directamente en un beneficio personal, los descartamos; replegamos nuestras naves y dejamos de participar de manera activa. Aplicamos unas matemáticas rigurosas y finalmente demoledoras que nos van encapsulando. Como si sintiéramos que los demás no han hecho suficientes méritos para ganarse nuestra atención, y entre esas expectativas irreales nos aislamos.
Como humanidad nos urge desarrollar la capacidad para leer el presente. La actitud empática de aceptar a otros con sus lógicas diferencias, hacia una tarea de conjunto. En ocasiones partimos de nuestros propios conceptos para considerar que, si los demás no actúan como nosotros, entonces no podemos aceptarlos. Habría entonces que preguntarnos, siendo muy sinceros: ¿y quién nos puede afirmar que lo que nosotros hacemos es lo correcto dentro de la vastedad del universo? O, como dice el dicho, hay muchas formas de matar piojos.
Si abrimos los ojos y miramos en derredor, descubriremos que la humanidad vive asolada por distintas plagas emocionales: La depresión por lo que se tuvo ayer y se ha perdido; la angustia por lo que puede venir en un futuro; la intoxicación de contenidos vía las redes sociales. Se nos olvida enfocar nuestros sentidos hacia la maravilla de la naturaleza, a descubrir que somos parte de ella, y que de su contemplación adquirimos grandes enseñanzas de vida. Observamos la forma como otros seres vivos intercambian entre ellos funciones, para el bienestar colectivo. Pidamos al cielo la humildad necesaria para entender que no somos el centro del universo, sino una simple arenilla en la playa cósmica, eso sí, con un papel único y trascendental por cumplir.
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