No cabe duda de que el símbolo nacional por excelencia es la Virgen de Guadalupe. En mi casa es más que evidente: tres de los cuatro abuelos de mis hijos llevan ese nombre. Su divina figura no solo nos representa en todo el mundo, sino que ha establecido su presencia en algunos de los templos más emblemáticos de la cristiandad, como la Basílica de San Pedro en Roma, la Catedral de San Patricio en Nueva York o la de Notre-Dame de París.
Desde los tiempos de su aparición a Juan Diego en el cerro del Tepeyac en 1531, la Morenita ha sufrido una serie de embestidas que ha logrado sortear con éxito. La falta de documentación sobre el suceso durante el primer siglo posterior a esa fecha ha dado pie a suspicacias.
Un flanco de ataque proviene de los incrédulos, específicamente quienes sostienen, como fray Servando Teresa de Mier o padre Mier, que la aparición de la Guadalupana no es más que una fábula utilizada por los conquistadores para sustituir la divinidad nativa de Tonantzin y poder así migrar sutilmente del paganismo al catolicismo.
Literatos de la talla de Ignacio Manuel Altamirano han señalado que, en Extremadura, patria de Hernán Cortés, se veneraba a una virgen homónima aparecida dos siglos antes a un pastor de Cáceres y que las imágenes mantienen algunas semejanzas. El conquistador regaló uno de esos estandartes al capitán de los tlaxcaltecas en la segunda expedición contra Moctezuma, por lo que el célebre político, escritor y poeta del siglo antepasado sugiere su posible importación.
La propia Iglesia Católica en un principio la miró con escepticismo. Y no solo el obispo Zumárraga, quien dudó en primera instancia del dicho de Juan Diego, sino el papado y la curia romana que tardaron más de dos siglos en reconocerla y otorgarle la concesión de oficio, previa verificación de su actividad milagrosa.
Pero el reconocimiento pontificio no le significaría tranquilidad, al contrario. El cura Hidalgo tuvo a bien tomarla como estandarte al iniciar su luchar por la independencia al grito de “Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines”. Al consumarse esta, la primera acción de Iturbide al formalizar su imperio fue instituir la Orden de Guadalupe. Al caer este, el primer Presidente de México hizo algo similar pero más atrevido: se cambió el nombre: de Félix Fernández, a Guadalupe Victoria.
Ya en época de la Reforma, Juárez anuló las fiestas religiosas y confiscó los bienes al clero, salvo las del 12 de diciembre y todo lo relacionado con la Virgen de Guadalupe. De hecho, uno de los fuertes en Puebla que cubrieron de gloria a nuestro Ejército contra los franceses aquel 5 de mayo de 1862 llevaba ese nombre. Luego Zapata la sacaría nuevamente a luchar en la Revolución y sería asediada hasta el cansancio durante la Guerra Cristera.
Incluso la ciencia ha tratado infructuosamente de explicar la perfección de la pintura en el ayate. Ni siquiera el terrorista que hace un siglo colocó un explosivo pudo hacerle daño. Mucho ha sido atacada nuestra Morenita, pero después de casi 500 años aquí sigue siendo parte fundamental de nuestra historia, el objeto de la devoción y el cariño, el factor de unión y la madre de todos los mexicanos.
Más sobre esta sección Más en Coahuila