Después de esperar más de 50 años para que uno de los suyos despachara de nuevo en el Palacio Rosa (suerte que tocó a Miguel Riquelme), La Laguna se percató de que la simple voluntad no basta para reducir el rezago social, la falta de infraestructura y los problemas acumulados por décadas. Se necesita liderazgo. En ese periodo, que comprende seis gobernadores —la mayoría de Saltillo—, la capital desplazó a Torreón como polo de atracción y desarrollo. La obra realizada por el Gobernador lagunero previo, Braulio Fernández Aguirre, no ha sido superada, pues los políticos de antaño, a diferencia de los tecnócratas y la generación posalternancia, daban prioridad a las mayorías, tenían a raya a las élites e invertían más en escuelas, hospitales y servicios, que en burocracias onerosas, organismos inútiles y culto a la imagen.
Cuando las instituciones supuestamente orientadas a transparentar la Administración y combatir la corrupción no proliferaban aún, los gobernadores cuidaban las formas, se ajustaban al presupuesto y el endeudamiento en los estados era mínimo. Una especie de Hermano Mayor observaba sus movimientos y al menor pretexto —e incluso sin haberlo— los aniquilaba. El poder metaconstitucional del Presidente de la República sometía a todo y a todos (empresarios, partidos, iglesias, medios de comunicación). Carlos Salinas de Gortari sustituyó a 17 gobernadores y Ernesto Zedillo, a cuatro. Vicente Fox les dio rienda suelta y dejó a los estados al garete.
En ese contexto ocurrió la primera —y hasta ahora única— sucesión entre hermanos: Humberto Moreira heredó el cargo a su hermano Rubén. No para continuar un Gobierno de avanzada y el consenso ciudadano, sino para impedir que la verdad sobre la megadeuda y otros atropellos saliera a luz. Nadie protestó, ni siquiera las buenas conciencias. Al contrario, la absurda imposición recibió aplausos, los atracos fueron enterrados y la crítica, silenciada. Justamente en el docenio de los Moreira La Laguna vivió una de las etapas más funestas y terribles de su historia. Los laguneros intuían algo, y en las elecciones para Gobernador de 2005 votaron contra Moreira I.
La situación podía resolverse con voluntad política, pero se optó por la venganza. Moreira prefería dirimir los problemas en “el callejón de los trancazos”. Las 10 plagas abatidas sobre La Laguna causaron baños de sangre y marcas indelebles. El moreirato se ensañó con el alcalde panista José Ángel Pérez (ahora en la órbita de la 4T). Para neutralizarlo se creó una estructura paralela cuyo propósito era recuperar la Presidencia Municipal. Las matanzas (toleradas) de los cárteles (protegidos) colocaron a Torreón en el mapa de las metrópolis más peligrosas; no solo del país, sino del planeta.
La Laguna perdió atractivo para la inversión nacional y extranjera. El desempleo se disparó y los salarios cayeron. Muchos emigraron en busca de seguridad y de oportunidades. Una encuesta del Consejo Cívico de las Instituciones, levantada en 2018, revela que el 70% de los jóvenes estaba dispuesto a cambiar de residencia por la precariedad de los salarios. Los efectos no han terminado de superarse por completo. Si la consigna del moreirato era hundir a La Laguna, el propósito se logró con creces. Los poderes fácticos no hicieron nada para impedirlo. ¿Quién se ha atrevido a pedir cárcel para quienes endeudaron al estado y fabricaron fortunas fabulosas? Doblegadas ante el poder, el silencio de las cúpula facilitó a los predadores su tarea. «El dinero pasa al correr por muchos lodazales», nos interpela a diario el Nobel de Literatura español Jacinto Benavente.
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