Al proyectarse la portada del periódico Reforma, donde se hacía un recuento de las masacres habidas en el país, desmintiendo la reciente afirmación del presidente Andrés Manuel López Obrador de que ya no las había, ocurrió algo inusitado. Al voltear a ver la proyección en la conferencia mañanera del viernes pasado, el Presidente rio. No fue una sonrisa. Fue una risa franca, inocultable, con vocación de carcajada, que algunos analistas calificaron de burlona y otros de sarcástica.
Llovieron las críticas que inundaron las redes sociales y los espacios periodísticos: mientras cientos de familias lloran a sus muertos, el Presidente ríe. Fue esta la interpretación más frecuente del incomprensible gesto de alegría del inquilino del Palacio Nacional.
En lo personal, no creo que AMLO se haya reído de las masacres ni de las pilas de muertos dejados por las matanzas en buena parte de la geografía del país. Sería la reacción de un loco. Más, tratándose de un político. López Obrador no se rio de los muertos. Fue algo, si no peor, sí más preocupante: reveló la forma como le funciona el cerebro y la manera en que se han adueñado de este sus obsesiones.
El Presidente no piensa, reacciona casi instintivamente. Sus respuestas no son en ciertas ocasiones racionales. Constituyen respuestas automáticas ajenas al raciocinio. Casi físicas, comparables a la rana de Alessandro Volta (1745-1827), quien produjo el movimiento de la pata de un batracio muerto al aplicarle una descarga eléctrica, o a los perros de Iván Pavlov. Este científico acostumbró a varios perros a disponer de comida después de tocar una campana. Cuando los animales acabaron asociando campana-alimento, Pavlov la hacía sonar sin ofrecerles comida, pero los perros empezaban automáticamente a salivar con apetito.
De cuando en cuando, todos experimentamos reacciones parecidas a los perros de Pavlov. Al conducir un automóvil, cuando escuchamos un claxon, venga al caso o no, reaccionamos de inmediato, dispuestos a maniobrar a fin de evitar un posible accidente.
Veamos el contexto de la incomprensible risa presidencial. Esto ocurrió cuando el tabasqueño comentaba el desplegado en defensa de la libertad de expresión firmado por 650 escritores, artistas, editorialistas e historiadores. Seguro de que Reforma había destacado la noticia del desplegado, se hizo la proyección del portal del periódico. No se veía ahí referencia alguna al texto de los 650. La noticia principal era un recuento de las masacres habidas recientemente en México.
Al leer el encabezado, López Obrador seguramente no pensó en las consecuencias de estas masacres y el número de víctimas de las mismas, sino en su certeza de que el periódico lo criticaría. Acertó. Y así, sin tomar en cuenta el contenido de la crítica, se rio festejando su perspicacia. El resultado fue desastroso.
No se rio de los muertos. Su risa fue de satisfacción al ver comprobada la hipótesis que había construido en su cerebro: Reforma se dedica a criticarme y seguramente lo hizo hoy, cuando tiene 650 firmas para avalar sus señalamientos. La risa de autocelebración, si se le puede llamar de esa manera, no pasaría de ser una anécdota si no desnudara el egocentrismo presidencial, el cual, llevado a extremos, entraña graves peligros cuando se trata de un jefe de Estado que no piensa más que en el yo, ese yo que construye barreras a la interlocución y le evita pensar en los 130 millones de mexicanos. ¡Cuidado!
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