El resultado de las elecciones presidenciales sobrepasa a Claudia Sheinbaum, al movimiento que la postuló y a su caudillo.
Obedece a causas profundas acumuladas a través de la historia: el abandono, por parte de los gobiernos neoliberales, de grandes estratos de la población a los cuales se pretendió conformar con paliativos; la polarización –fenómeno mundial y no privativo de México– por la concentración de la riqueza; la soberbia e indiferencia de oligarquía; la venalidad de la clase política, sin distinción de partido; la complicidad de los poderes públicos y económicos, encapsulados y distantes de las mayorías; el agotamiento del modelo económico impuesto tras el fin de la Guerra Fría; el desencanto creciente con la democracia; y la inconformidad social alrededor del mundo.
Estos factores, entre otros, provocaron el resurgimiento de líderes carismáticos populistas –de izquierda y derecha– y de los nacionalismos. La continuidad de la 4T era obvia. Sólo quienes ignoran la nueva realidad de México y del mundo no la vieron o fingieron no advertirla.
La alianza PAN-PRI estaba condenada al fracaso. Sus gobiernos son los principales responsables de la situación del país y de la violencia. La candidata de la coalición Fuerza y Corazón por México, Xóchitl Gálvez, fue impuesta por los grupos de interés y las cúpulas partidistas a su servicio.
Envueltos en bandera de la democracia, ocultaban sus verdaderas intenciones: recuperar privilegios, incidir en las decisiones del Gobierno y concertar negocios sin correr riesgos.
Anquilosados, cortos de alcances y sin otro proyecto “alternativo” que el seguido por el PRI y el PAN entre los sexenios de Carlos Salinas de Gortari y Enrique Peña Nieto, la partidocracia, las élites económicas y los poderes fácticos esperaron inútilmente la caída de Andrés Manuel López Obrador o verlo convertido en el Hugo Chávez de Venezuela o en Fidel Castro de Cuba, eternizados el mando hasta su muerte.
Los adversarios de AMLO y de la 4T atizaron dentro y fuera de nuestras fronteras el miedo por la amenaza comunista, la destrucción de México, el fin de la democracia y de la libre empresa.
La estrategia, diseñada sobre las rodillas, devino fracaso. La coyuntura era propicia para que los partidos y los factores de poder se adaptaran a las nuevas circunstancias, promovieran reformas y convocaran a una alianza nacional. Sin embargo, la tiraron por la borda.
Habituados a tratar con presidentes ilegítimos, blandengues, deshonestos y subordinados a sus intereses, los grupos de presión quizá pensaron que era cuestión de tiempo para que AMLO se echara también en sus brazos y siguiera su agenda.
Ya fuera por conveniencia o para no ser acosado por los intelectuales y los medios de comunicación alineados a la oligarquía. Sin embargo, AMLO resistió; se mantuvo en sus 13, emprendió reformas y suprimió el trato fiscal (exenciones y condonaciones de impuestos) concedido por los gobiernos del PRI y el PAN a los grandes contribuyentes en pago de favores económicos.
El líder de la 4T cumplió a pie juntillas el proyecto de transformación bosquejado en su discurso inaugural. En seguridad, salud, educación y crecimiento económico las cosas no cambiaron, pero la mayoría, de acuerdo con las elecciones del 2 de junio, separó al Gobierno del caudillo.
Reprueba por los fracasos del primero, pero al segundo lo respalda por su cercanía con la gente y los programas sociales. No sólo con calificaciones de hasta 70%, sino con algo aún más importante: con votos.
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