La antigua armadora de camiones y camionetas International Harvester, cuya planta se ubicaba donde ahora es la John Deere, que fabrica tractores e implementos agrícolas, guarda muchas anécdotas, sobre todo jocosas, donde la vena cómica del mexicano sonrojaba y molestaba a los directivos norteamericanos.
Había dos factorías que daban ocupación a un buen número de saltillenses a mediados del siglo pasado: Cinsa, Cifunsa e International Harvester. Eran unos seiscientos los operarios que lograron ocupar puestos en la IH, en 1946, cuando la factoría abrió sus puertas hasta 1983, año en que cerró. La International Harvester comenzó pagando “estilo Estados Unidos”, a base de jornales de ocho horas o más, con pago por hora en dólares a la par que como pagaba a los obreros norteamericanos, pero los señores del Grupo Industrial Saltillo asesoraron a los gringos y estos dieron marcha atrás. La IH tuvo que cambiar el esquema de pago por jornada, pero de todas maneras era muy superior a lo que pagaban Cinsa y Cifunsa. Un operario de la Harvester ganaba 70 pesos por semana, que era mucho dinero si se compara con los sueldos del GIS, que eran por la mitad.
Y saltan a la memoria los apellidos de aquellos patrones norteamericanos que tuvo la Harvester, los señores Fuler, Smarlin y Willy.
Para los obreros de aquellas épocas su presencia en la IH está llena de anécdotas jocosas y de recuerdos
La fábrica tenía su capataz, “Pancho Balón”, polémico y desalmado individuo que era “el coco” de los trabajadores que se portaban mal o llegaban tarde. Un hombre de mal carácter y hasta cierto punto abusivo, de esos que no faltan en ninguna empresa.
A los subordinados, en lugar de despedirlos, los mandaban con “Pancho Balón”, quien los forzaba a cargar y descargar camiones con piezas para armar los vehículos, trabajo que era muy pesado. Además, dicen algunos que el señor “Balón”, así como aparentaba ser un hombre fuerte tenía sus debilidades emocionales; era gay. La IH dio a la comunidad muy buenos peloteros, incluso los concentraba para reforzar su magnífico equipo de primera fuerza, con gente como Gilberto Rodríguez, “El Perro”, “El Carretas” Pérez, “El Látigo” Dávila (Javier Dávila), entre muchos más. La lista sería interminable.
Algunos de los obreros eran geniales y también se ganaron muchos malos momentos. Como cuando alguien mandó debajo de un camión al “Chícharo” porque al paso de unas mujeres de negro, dijo, “pero, mira que buenas me las dejó el difunto”. Y atrás venía el marido de una de ellas, quien de un derechazo lo mandó bajo el camión.
“El Chícharo” pagaba hasta 50 mil pesos de los de aquellos a quien diera muerte al señor Fuler porque de plano no lo quería; bueno, ambos no se estimaban. El Chícharo, acostumbraba a echarse la siesta en los cajones de estopa y era constantemente sorprendido por el señor Fuler. Aún así lo mantenían como empleado, pues, además de fortachón, era eficiente y entregado.
El hombre que intentó matar a Fuler
Pues por poco y se lleva la oferta del Chícharo un obrero de la IH que, después de estar ganando muy buen dinero, fue descendido de categoría y de sueldo, pues demandó a la empresa y ganó el pleito.
El señor Fuler le manda hablar y le dice: “Aquí tengo tu indemnización”.
Saca un cheque del cajón del escritorio y se lo muestra, y cuando lo quiere tomar el empleado, Fuler lo retira, bajo la frase: “Tú que dijiste, ya te lo di, pues fíjate que no”, y lo volvió a guardar en el cajón.
Rodolfo Espinoza, sacó una pistola de su cintura y apuntó a la cabeza de Fuler, con tan buena suerte del norteamericano que, al accionar el gatillo, este se atoró. Fuler salió a “gatas” de la oficina.
Espinoza escapó a Arteaga, pero allá fue capturado y puesto en la cárcel bajo el cargo de intento de homicidio.
Casi todos los obreros de la IH odiaban a Fuler, este hombre hacía su supervisión, lanzando una moneda de a 20 centavos ante los obreros, quienes le mentaban la madre, y él contestaba con la moneda de a 20. Fuler era muy aseado y lucía pulcro siempre; la raza de la IH era tremenda y se jugaba bromas muy pesadas.
Cuando los apagones se tocaba fuertemente las partes bajas.
En una ocasión, en uno de esos apagones de luz, el taller de ingeniería se quedó a oscuras en el momento en que el señor Fuler llegaba a supervisar y uno de los operarios, tal vez de mala fe o sin darse cuenta, apretó fuertemente —ahí donde les platiqué— al supervisor, que simplemente decía con el clásico sabor norteamericano: “¡Ho, Ho, Ho!” (Hou).
Todos los empleados se escondieron, nunca se supo quién había sido; una vez que se encendió la luz, el pantalón color crema que portaba el señor Fuler lucía con una mano negra, pintada exactamente donde la prenda guarda la hombría.
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