Arrojó su camisa al suelo, golpeó en dos ocasiones con el puño la puerta metálica, repetía una y otra vez en su mente los mismos eventos, la orden de retirada antes del ataque nuclear. Estaba a oscuras, sólo unos débiles rayos de sol atravesaban los pequeñísimos barrotes ubicados sobre su cabeza.
—¿Así que sólo los vamos a dejar? ¡Queda muchísima gente ahí adentro!
Aquella ocasión reclamó con todas sus fuerzas, incluso se arriesgaba a ser encarcelado; no le importaba, no se quería ir, estaba furioso; recién había recibido la orden de retirarse y no podía creerlo, iban a alejarse y dejar que toda esa gente fuera destrozada por los demonios.
Esa fue una de las muchas veces que desobedeció órdenes, no era un soldado muy disciplinado pero, la verdad sea dicha, la mayoría de sus indisciplinas eran por líos de faldas y salidas nocturnas; esta vez sería diferente, su indsciplina era por su propia humanidad.
El soldado era joven, un apuesto hombre de color, de penetrantes ojos verdes y musculatura envidiable; sin duda hubiera podido ser modelo o actor, ciertamente tenía la apariencia; pero prefirió la vida militar, siempre le había gustado y desde niño deseó ser soldado. Había iniciado su carrera militar no hacía muchos años y no era precisamente un excelente elemento; si bien era fuerte, atlético y decidido, también era problemático; se metía en frecuentes peleas, usualmente debido a las mujeres, quienes le encantaban y a las cuales abordaba sin temor; no cualquiera podría rechazar a un adonis como él, y este hombre lo sabía por lo que sacaba ventaja en cada oportunidad que se le presentaba.
Habló con algunos de sus compañeros, lamentablemente casi todos ansiaban irse y, tan pronto recibieron la orden de evacuación, tenían listas las maletas y estuvieron sobre los transportes para irse sin mirar atrás. Pero ellos no eran todos, consiguió un pequeño grupo que, como él, se encontraba a disgusto después de la orden de retirada. Recolectaron las armas más poderosas, entre ellas bazookas, así como cuantiosas municiones y explosivos; robaron un transporte de carga con el tanque lleno y se adentraron a dónde sabían que quedaba gente… y sheitans.
Recorrieron las calles a toda velocidad, aún era de día, los rayos del sol bañaban las calles y mantenían ocultas a las criaturas, pero no todas tenían tanta aversión a la luz solar, siempre había algunas dispuestas a salir durante las tardes; vieron algunos sheitans en el camino pero no pensaban comenzar una batalla, tenían poco tiempo antes de que cayeran las bombas. Era necesario llegar al refugio, subir a la gente y escapar a toda prisa. Claro que no podrían salvarlos a todos pero sí tratarían de rescatar a cuantos pudieran; no podían ponerse a combatir contra demonios, no ahora.
—Avanza, avanza, a la izquierda, ahí, detrás de la barricada, sortéala, perfecto. Detente, el resto lo hacemos a pie.
Cuatro soldados se bajaron del vehículo, portaban rifles M16, los usuales en el ejército; cargaban con varias mochilas repletas de municiones, pues los sheitans absorbían las balas como esponjas, algunas granadas y, a sus espaldas, cada uno una bazooka; sólo por si acaso.
Primeramente revisaron los alrededores en caso de que alguna bestia estuviera cerca o los hubiese seguido en el camino, estaban solos pero no podían contar con que así lo estuvieran durante mucho tiempo. Caminaron rápido en dirección de la barricada, en línea recta, la escalaron y cruzaron sin problemas.
—El refugio no está muy lejos. —Dijo el instigador.
Recorrieron los escombros de la ciudad sin mirar siquiera donde pisaban, no tenían tiempo para irse con cuidado. Vieron cuerpos en el suelo, vestían uniformes militares; habían sido sus compañeros, estuvieron defendiendo la posición durante días, en lo que terminaban de extraer a unas personas que se habían refugiado en un estacionamiento. Les había tomado semanas el dejar la zona “aceptablemente segura”, tiempo en que sufrieron muchas bajas. Finalmente consiguieron estabilizar el lugar el tiempo suficiente para extraer a cientos de personas en varios helicópteros; pero no eran suficientes, muchas más se habían quedado atrás, rogando su extracción al momento que la última aeronave partía. Los militares llevaron con ellos a tanta gente como pudieron pero la imagen de toda esa gente que se había quedado atrás era demasiado. Al menos para ellos cuatro era insoportable.
El instigador lideraba el camino, el resto le seguía cerca. Escucharon el caer de unas rocas a su derecha, voltearon y vieron a la criatura: un sheitan de cerca de tres metros, horrible como siempre lo eran esas criaturas. Tenía la cabeza grande y adornada con varios enormes cuernos que nacían desde la frente y recorrían su espalda y alrededor del cuello, parecía como la melena de un león. Sus brazos eran fuertes y largos, cubiertos de pelaje negro, sobresalían espinas en los hombros y antebrazos.
—¡Vamos, vamos! —Gritó el instigador. —¡No dejen que se acerque!
Los cuatro hombres dispararon sus M16 pero el sheitan ni se inmutó, corrió de frente a ellos, absorbiendo las balas; logró alcanzarlos y hubieron de romper la formación.
El sheitan quedó en medio de los cuatro soldados, quienes disparaban encontrados hacia la criatura, intentaban matarla al mismo tiempo que pretendían no matarse entre ellos. El sheitan parecía confundido, quizá por recibir ataques a cada lado, lanzaba zarpazos al aire y gruñía furioso. A uno de los soldados se le terminaron las balas, trató de recargar; no hizo nada mal, no titubeó, era un elemento experimentado; pero el sheitan fue muy rápido, tomó el instante en que el pobre sujeto no disparaba para lanzarse en su contra sin que sus tres compañeros pudiesen hacer algo para ayudarle. El pobre recibió el ataque de frente, ni siquiera alcanzó a cubrirse el rostro. Tenía al demonio sobre él, sus colmillos se incrustaban en su cráneo, sus garras se hundían en su piel; la sangre comenzó a brotar a raudales y el sheitan arrancaba más y más pedazos del pobre hombre.
El instigador tomó la bazooka que llevaba a espaldas y apuntó a la criatura, así como a su compañero, disparó; la explosión hizo volar enormes pedazos de concreto, carne y polvo; cuando éste se disipó sólo quedaba una masa sanguinolenta donde antes estuvieran la criatura y el soldado. El instigador tragó saliva, volvió a colocarse la bazooka a la espalda e indicó con la cabeza que siguieran el camino, nadie dijo palabra.
Les quedaba poco tiempo, tanto para el bombardeo como para que anocheciera, cualquiera de esas dos opciones significaba su muerte; no podían tomarse más tiempo combatiendo bestias. Corrieron ya sin cuidado y llegaron a una esquina, a la vuelta estaba el estacionamiento donde, días atrás, él y sus compañeros lucharon valientemente para rescatar a miles de personas varadas en medio de la ciudad.
Recorrieron el último trecho, estaban frente al estacionamiento, un amplio espacio bardeado, sin techo, con una única entrada y salida de vehículos, pero esa zona estaba sellada.
Se acercaron a la entrada del estacionamiento, estaba cubierta con sacos de arena que los militares habían dejado atrás durante su evacuación; los sobrevivientes las habían apilado en la entrada para impedirle el paso a los sheitans. Con esfuerzos lograron abrirse camino retirando los sacos de un costado; conforme trabajaban en retirar esa barricada se extrañaron.
—¿Por qué hay tanto silencio?
Al instigador le extrañó la quietud, a los sobrevivientes se les recomendaba que no hicieran demasiado ruido pero era imposible estar en calma; cada que se topaba con campamentos de refugiados escuchaba sollozos, lamentos, quejidos; solía ser complicado mantenerlos en silencio, aún y teniendo autoridades a la disposición. ¿Y ahora tantísimas personas guardaban silencio? Algo andaba mal.
Quitaron el último saco de arena, no habían hecho aún suficiente espacio para pasar pero ya podían ver el interior del estacionamiento.
—¡No! ¡NO, MALDITA SEA!
El instigador golpeó los sacos de arena que restaban, enterró la bayoneta profundo en varios de ellos mientras los pateaba y gritaba al tiempo que se abría camino al interior. Ingresó y cayó al suelo llorando.
El estacionamiento era un depósito de cadáveres, el suelo estaba tapizado de cuerpos, de partes humanas cubiertas de sangre, vísceras; olía terrible, a putrefacción y heces; había moscas por todos lados, las botas dejaban huellas sobre la sangre al caminar.
—Están todos muertos. —Dijo uno de ellos.
Un soldado se acercó a un cuerpo, se inclinó y trató de reconocerlo, era imposible, su rostro había sido arrancado; los restos estaban parcialmente devorados. Lo inspeccionó, tenía marcas de violencia, carne arrancada con fuerza, huesos triturados. Levantó la vista y observó las paredes, eran muy altas y tenían marcas de garras.
—Las escalaron, los sheitans escalaron las paredes.
Recorrieron el estacionamiento con cuidado, respetando los cuerpos tanto como les fue posible, buscaban sobrevivientes, alguno debía quedar vivo; eran cientos de personas, sin duda alguien debió quedar herido. Movían los pocos cuerpos enteros que encontraban, les daban vuelta sólo para encontrarse con que les faltaban enormes trozos de carne. Buscaron afanosamente durante mucho tiempo, más del que debían considerando sus circunstancias; no encontraron nada con vida más allá de esas malditas moscas y muchos gusanos que comían la carne muerta de aquellos a quienes pretendían salvar.
Escucharon ruidos lejanos, sonidos similares a auillidos, a gruñidos; muy sonoros, aterradores.
—Debemos irnos.
Levantaron la vista al cielo, las pocas nubes que se alcanzaban a ver detrás del humo ocasionado por los cuantiosos incendios tenían una tonalidad anaranjada, casi rojiza, sanguinolenta. Pronto sería de noche.
—Si no nos matan las bombas nos matarán los sheitans. —Dijo otro de los militares mientras ponía su mano en el hombro del instigador, cuyos ojos verdes estaban irritados de tanto llorar.
Los ruidos de los sheitans se volvían más intensos, comenzaban a activarse; siempre eran más inquietos durante las noches. Los tres soldados salieron del estacionamiento, el instigador lanzó una última mirada hacia atrás; su indisciplina había sido en vano.
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