Nunca había entrado en una Iglesia como aquella. La cúpula descalabrada, las paredes ahumadas y agrietadas, los altares destruidos, ausentes, y aquel gran vacío negro al fondo, donde estuvo el altar mayor; se sentía aún el rastro de la destrucción que había pasado por aquel mismo aire; el pavimento invisible bajo el polvo de los escombros, ninguna banca para sentarse, y un torrente de sol entrando por el vacío de la bóveda, con una multitud de moscas danzando en la luz que iluminaba crudamente el presbiterio.
El sol caía de lleno sobre una ménsula de madera destruida, con un Cristo encima todo maltratado; mientras el coro, arriba y atrás, había perdido su barandilla, y todo caía, el órgano, el taburete, las imágenes, los pedestales…
Había pasado ya la guerra, y los tanques y bombas habían destruido las ciudades, entraron los soldados y encontraron todo desierto. Los pocos defensores que habían quedado habían huido, y la gente como pudo, confundida, aturdida, angustiada y herida, también se había marchado.
Un soldado metralleta en mano, entró a esa Iglesia destrozada, y después de observar todo detalladamente, descubrió sorprendido a una persona que en medio de las ruinas, oraba sosteniendo un crucifijo. Cortó cartucho, se le acercó y a quema ropa le preguntó:
¿Quién es usted? “Soy el obispo”. ¿Y qué diablos hace aquí? Contemplo y oro ante las ruinas de esta amada Iglesia que custodié y bendije… Por lo visto no la cuidé bien. Es cierto, no hice lo suficiente. Ese es mi pecado, y por eso pido perdón a Dios.
El soldado se alejó, perplejo y absorto en sus pensamientos, saliendo de entre los escombros de esa Iglesia, habiendo visto una figura de yeso, de un hombre con sotana negra, todavía en pie, en un pequeño nicho derruido…
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