Por: Jesús Silva-Herzog
El error lo cometimos muchos. Muchos pensaron que Trump era una aberración, un accidente que se apartaba a tal punto de la tradición que duraría muy poco. Su derrota hace cuatro años parecía confirmar esa ilusión. Cuando lo derrotó un político de centro, un hombre viejo y aburrido, parecía que las cosas se enderezaban. Estados Unidos regresaba a la normalidad después de la sacudida populista. Lo mismo podía pensarse de la victoria de López Obrador hace seis años. Podía decirse que su victoria era un castigo bien merecido a la política tradicional, pero que terminaría siendo, al final del día, un paréntesis en el camino democrático. En ese error caí.
Hoy queda claro que el populismo es el signo de nuestra era. El gran desafío de las democracias liberales. No es un fenómeno local ni será fugaz. Llegó para quedarse y más nos vale entenderlo. Ha sido una manera exitosa de movilizar el descontento, pero es mucho más que una simple estrategia de repudio electoral. Es una forma distinta de entender la política y también una forma de ejercer el poder. Es manifestación de transformaciones históricas profundas y perdurables. Ciertamente es la denuncia más profunda de las frustraciones de nuestra época y la amenaza más seria que enfrenta el pluralismo democrático. En todo el planeta vemos su avance. En América Latina donde tiene una larga historia; en India y en Europa, en Estados Unidos y en Rusia. El populismo se ha convertido en la clave de la política contemporánea.
Esta semana, en México y en Estados Unidos, dejó en claro su asiento. Allá regresó un pillo a la Presidencia ofreciéndole a su país la furia de la venganza. Nadie puede decir que los votantes norteamericanos apostaron por lo desconocido. Hace ocho años podría pensarse que Trump era, simplemente, un demagogo. Hoy no puede decirse eso. Los votantes le dieron su apoyo a un hombre que trató de desconocer el resultado de la elección anterior. Conocen su desprecio por la ley y les entretiene su lenguaje fascistoide. Acá fuimos testigos de la última sesión de la Suprema Corte de Justicia como el máximo tribunal del equilibrio constitucional. Tres ministras y un ministro detuvieron el voto de la mayoría que se inclinaba por invalidar parcialmente la reforma que aniquila la autonomía del Poder Judicial. Con argumentos bien fundados la insuficiente mayoría proponía anular esas reglas que destruyen materialmente el orden constitucional. La decisión de la Corte liquida al tribunal constitucional y, en consecuencia, mata a la Constitución. No puede haber constitución ahí donde el régimen puede cambiar la ley fundamental a su antojo, sin respeto a principio alguno; cuando puede violarla sin consecuencia, cuando dicta la manera en que ha de leerse obligatoriamente.
No es absurdo conectar los eventos del martes en México y en Estados Unidos. Dos victorias claras del populismo autoritario, dos derrotas del liberalismo democrático. Aquí y allá desaparecen los retenes del pluralismo. Aquí y allá los árbitros son capturados para convertirse en protectores del poder político. Aquí y allá se imprime legitimidad al poder arbitrario. Aquí y allá se piensa la política como guerra y se pinta al adversario como el enemigo que pone en riesgo a la nación. Ni aquí ni allá se dialoga. Ni aquí ni allá sobrevive el centro. Idénticas aplanadoras: en una sola máquina, el Ejecutivo, el Congreso y el Poder Judicial. Aquí y del otro lado de la frontera se pinta persuasivamente una realidad alternativa que no tiene anclaje en la realidad, pero conecta intensamente con la emoción pública. Las bases profesionales del Estado son tan sospechosas en un lado como en el otro. El constitucionalista argentino Roberto Gargarella resaltaba la convergencia, enfatizando la trayectoria de ambos eventos de la semana pasada. “Entre lo de México y lo de Estados Unidos, (el martes 5 de noviembre de 2024) queda marcado como fecha histórica: el fin de ‘la era democrática,’ tal como la conocíamos. Hora de empezar a pensar en otra cosa.” Tiene razón: hemos entrado a la era del autoritarismo populista.
Hace poco lo advirtió el filósofo francés Pierre Rosanvallon: vivimos el siglo del populismo. No el año ni la década populista. El siglo del populismo.
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