“La ira es el viento que apaga la lámpara de la mente”.
Robert Greene
Enojo, ira y furia, la misma emoción en tres intensidades, pertenecen a ese catálogo de sentires humanos mal comprendidos, generalmente rechazados por su inconveniencia social y su potencial destructividad, pero muy utilizados para ofender y castigar a otros por la propia incapacidad de resistirlos y gestionarlos.
Comencemos aclarando las confusiones: no es lo mismo sentir que expresar lo que se siente. Esto parece evidente para la razón, pero no para el piloto automático, particularmente tratándose de estas emociones, porque, junto con el dolor, son las más potentes.
Cuando nos golpean nos dominan, y si en el momento en que esto sucede no nos damos cuenta -que por cierto es lo común- ni logramos poner freno, reaccionaremos dañando a otros.
Vayamos al escenario más común, la familia: la transmisión milenaria de valores del ser humano ha justificado que el padre y la madre, enojados, iracundos o furiosos, se maltraten entre sí (sobre todo el hombre a la mujer) y ambos a los hijos, depositando la culpa en quien ofenden y castigan. Es lo normal, ¿no?
Pues no, es lo normalizado, pero de ninguna manera lo normal, que sería, porque podemos, darnos cuenta del estado emocional en que nos encontramos, qué lo provocó más allá del hecho inmediato al que se lo atribuimos, qué miedo, resentimiento, creencia y/o condicionamiento hay detrás de ello, para utilizar esta emoción en beneficio propio, como, por ejemplo, bajándole dos rayitas al ego o, en el otro extremo, reafirmar nuestra valía.
Vamos a otro escenario cotidiano: las redes sociales. Alguien lanza un X polémico y desata una acalorada discusión. La lista crece segundo a segundo, sin que nadie se dé cuenta de que no les afecta personalmente, de que solo están descargando sus frustraciones. Pero además creen tener la razón.
Estamos programados para quitarnos de antemano la responsabilidad y la culpa por nuestras expresiones de enojo, ira o furia, y depositarlas en otros. Entonces convertimos enojarse en maltratar, montar en ira en golpear y escalar hasta la furia en destrozar y matar… porque esto tiene además un premio: en la descarga de estas emociones hay dopamina, es decir, placer. De ahí que los haters hayan proliferado como moscas.
Cuando algo nos toca una fibra sensible, una herida no sanada, un miedo no superado o simplemente, por cualquiera de los múltiples motivos que existen para ello, nos tomamos a personal algo que no lo es, nuestro cerebro reptil entra en modo atacar o huir y se desata una reacción bioquímica masiva en el cuerpo, con la intensidad que corresponda a la de nuestra alarma, ya se trate de un simple no me molestes mosquito, hasta un ¡voy a morir!
Este mecanismo de defensa era ciertamente la diferencia entre la vida y la muerte hace milenios, hoy se reduce a esto no me gusta, desde asuntos personales que no marchan como queremos, hasta cuestiones generalizadas como las opiniones de los demás respecto de temas públicos, deportes o personajes populares.
Ahora bien, el enojo de cada persona ha permanecido mucho tiempo con ella, como parte de su historia personal, y casi siempre por incapacidad de canalizarlo adecuadamente. Debido a que tiene una intensidad variable, pero suficientemente moderada, podemos mantenerlo guardado por años, sin aprovechar sus dones, como el impulso a mejorar y la determinación para poner límites, entre muchos otros.
No así la ira y la furia, que podrían, literalmente, matarnos. Le explico: mientras más poderosa es una emoción, menos tiempo podemos sostenerla en la mente y en el cuerpo, a riesgo de que la primera se desconecte definitivamente y el segundo colapse.
Sin embargo, cualquier emoción, en el momento en que se presenta, nos resta lucidez, porque altera nuestra química cerebral. Y de todas las emociones, el dolor y el enojo, con su escala ascendente, son las que nos nublan casi por completo la mente.
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