Los hábitos alimentarios revelan turbulencias políticas. En su película Bananas, Woody Allen entra en una cafetería y pide 300 sándwiches de atún y 200 de tocino, lechuga y tomate. Es una señal de que la guerrilla se ha levantado en armas y necesita comida rápida, pero el encargado no lo advierte y pregunta si quieren pan blanco o de centeno.
Frank Meeks es mucho más perspicaz. Dueño de 59 pizzerías que abastecen a la Casa Blanca, el Capitolio y el Pentágono, en 1998 declaró al Washington Post que las facturas de sus negocios eran el índice más confiable para reconocer crisis políticas. En un día normal, la Casa Blanca gasta 550 dólares en pizzas. ¿Qué sucede cuando la cantidad alcanza los tres mil dólares? En 1989, ese espectacular incremento coincidió con la invasión de Panamá para derrocar a Noriega; en 1990, con la Guerra del Golfo, y en 1995, con el caso Lewinsky. El récord absoluto ocurrió el 21 de agosto de 1992, cuando el Pentágono habló por teléfono para pedir 102 pizzas: el gobierno de Gorbachov enfrentaba un intento de golpe de Estado. El número de cajas que llevan los repartidores es proporcional a los conflictos del mundo.
Desde que Meeks habló del asunto, los servicios de inteligencia aconsejaron pedir pizzas a empresas menos conscientes de la importancia estratégica del pepperoni. Sin embargo, el consumo no disminuyó, según confirma el experto en seguridad Mark M. Lowenthal en su libro Intelligence: From Secrets to Policy, donde se sirve del concepto “pizzint” o “pizza intelligence”.
¿Es posible rastrear del mismo modo los altibajos de la política mexicana? El tema se dificulta porque, por principio de cuentas, nuestras dependencias gubernamentales son, en sí mismas, mercados de antojitos. No siempre es necesario pedir comida por teléfono, pues una secretaria controla el “archivo salado” (del cacahuate al churrumais, pasando por las palomitas) y otra el “archivo dulce” (de las alegrías a las peritas de anís, los mazapanes, las obleas y las pepitorias). En caso de que algo falte, se compra en la banqueta. Las oficinas de gobierno están rodeadas de un apetitoso cinturón de garnachas. Cuando hacemos cola de varias horas para resolver trámites, lo que más reconforta es el aroma que sale de la olla de elotes.
Con todo, no podemos descartar que durante las grandes crisis se hagan pedidos a negocios capaces de expedir facturas que se pueden cargar al presupuesto.
Si Sedena solicitara una contundente cantidad de chilaquiles (200 con pollo, 350 con huevo y 40 con chorizo) sería de suponer que ahí se celebra una reunión de coroneles para arriba. Si además solicitaran diez mil tortas de tamal, sabríamos que las tropas se están movilizando.
El sector financiero podría ser estudiado por sus pedidos de sushi y sectores menos favorecidos por las bicicletas que les llevan tacos sudados.
La deseable paridad en los puestos de gobierno está cambiando los hábitos oficinescos. Las mujeres tienen un régimen alimenticio más saludable. En vista de los puestos que ocuparán en el próximo gobierno, comenzando por la Presidencia, sería interesante analizar el consumo de jícamas, zanahorias y pepinos con limón y chile piquín. Este rastreo no sería tan fácil, pues los vendedores no pertenecen a negocios dados de alta en el SAT. Sin embargo, ciertas investigaciones estimulan, precisamente, por la dificultad de realizarlas. Los expertos en gastronomía política deberán estar preparados para detectar una crisis de Estado por el repentino incremento de la venta de jícamas en los mercados.
Por desgracia, todos los proyectos tienen un lado que decepciona. Debemos anticipar, con tristeza, que no valdría la pena estudiar los hábitos de ciertas oficinas. Si la Secretaría de Hacienda necesita pizzas para enfrentar con calorías adicionales los altibajos del mercado, la de Cultura, siempre a dieta, soporta los problemas con el estómago vacío.
¿Y qué decir del Congreso? Una andanada de burritos sugeriría que ahí se descubrió la autocrítica, pero también provocaría demasiados memes. El antojito que corresponde al oficio que ha hecho más de 700 enmiendas confusas a la Constitución son las quesadillas contradictorias, que no llevan el componente principal.
Cuando en San Lázaro se ordenen 380 quesadillas de chicharrón sin queso, sabremos que la Carta Magna va a cambiar.
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