Todas las personas tenemos pasiones. Pueden ser hobbies, actividades artísticas o deportes. Algunas personas también sienten una gran pasión por su trabajo. Tener una profesión que amamos es una de las mayores suertes en la vida. En estos casos, el trabajo no es sólo una actividad que nos permite ganar dinero y sustentarnos a nosotros y a nuestras familias, sino que también es una vía de realización personal.
Sin embargo, ningún trabajo es perfecto. Siempre hay aspectos positivos y negativos, y cada uno de nosotros decide en cuáles concentrarse y priorizar.
Hace tiempo escribí en este espacio sobre mi decisión de estudiar Derecho, y también les compartí que, cuando conocí el Derecho comparado, fue amor a primera vista.
Para mí, la comparación jurídica es una herramienta profunda y enriquecedora de análisis y estudio de la ciencia jurídica, siempre y cuando se practique según ciertas reglas.
Seguir las reglas de la comparación y conocer otros sistemas normativos no sólo permite entender mejor el ordenamiento que nos rige y la realidad en la que vivimos. Observar nuestro contexto a través de lentes externos nos brinda la oportunidad de entendernos más a nosotros mismos y a los demás.
Usar prismas distintos a los habituales abre las puertas a nuevas perspectivas, amplía nuestra zona de confort y nos permite tener una mayor apertura mental y, por ende, menos prejuicios. Uno de sus propósitos prácticos más importantes es ofrecer soluciones a problemáticas comunes para contribuir al avance del estado constitucional de derecho y a la garantía y protección de los derechos humanos.
Aun así, y siendo conscientes de que no existe una verdad absoluta ni una única solución, sino que nuestra realidad es la que percibimos (y que muchas veces construimos de forma inconsciente), también puede haber un lado oscuro en la comparación jurídica. ¿Qué puede pasar si, por ejemplo, pretendemos comparar ordenamientos jurídicos sin respetar las reglas previstas para ello?
Podrían suceder varias cosas, pero aquí me interesa destacar solamente una de ellas. Podríamos no comprender correctamente los elementos esenciales de nuestro entorno y de los problemas que enfrentamos. No tendríamos la película completa, sino sólo una visión muy parcial. Y, al no tener claridad, encontrar una solución adecuada sería complicado, casi imposible.
¿Y si salimos por un momento de la comparación jurídica y aplicamos estos mismos criterios a nuestras vidas? Todas las personas, de manera casi automática e inconsciente, tendemos a compararnos con los demás.
En algunas ocasiones, lo haremos con admiración y respeto, sintiéndonos sinceramente felices y orgullosos de los logros de otras personas. Sin embargo, muchas veces la reacción predominante puede ser la envidia por los logros ajenos. Quizás incluso los minimicemos, convencidos de que los consiguieron sin mérito alguno, recurriendo a trampas o engaños.
Y tal vez esto sea cierto. Pero ¿por qué nos interesa más compararnos con los demás que con nosotros mismos? ¿Por qué estamos tan atentos a lo que hacen los otros en lugar de concentrarnos en lo que hacemos nosotros para alcanzar nuestras metas? ¿Por qué dedicamos tanto tiempo a señalar los errores de los demás en lugar de pensar en lo que nos falta para seguir sacando nuestra mejor versión?
Este es, para mí, el lado oscuro de la comparación, no sólo jurídica sino también personal: al igual que la comparación de ordenamientos normativos puede ser una gran herramienta de “crecimiento jurídico”, compararnos con otras personas puede ser importante para el desarrollo personal. A mí, en lo personal, me interesa compararme con los demás para poder aprender y mejorar. Como le dije a mi entrenador de pádel: “Prefiero jugar bien y perder que jugar mal y ganar”. Mi objetivo es mejorar cada vez (y no sólo en la cancha) y ser cada día una mejor versión de mí misma, sin darle demasiada importancia a lo que hacen los otros.
Y tú, ¿por qué te comparas con los demás?
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