POR: JORGE VOLPI
Un criminal. Un caudillo sin escrúpulos que ha convertido la mentira en su principal arma de combate.
Un autócrata que no reconoció su derrota electoral y trató de subvertirla incitando a la violencia.
Y un demagogo que se ha empeñado en transformar a los sujetos políticos más débiles –los inmigrantes sin papeles– en la Gran Amenaza, llamándolos animales.
Este es el Hombre del Año, según la revista Time, que por segunda vez en una década será el líder de la mayor potencia económica y militar del planeta. Por más que haya quienes rebajen su peligro o parezcan haberse hecho a la idea de su regreso, se trata de una anomalía que está a punto de sumir al mundo en una de las eras más ominosas y oscuras de los últimos tiempos.
Hay quien se obstina en rebajar la amenaza: Trump ya gobernó cuatro años, y pese a sus desplantes y amenazas, no cumplió las porciones más radicales de su agenda y logró ser contenido por contrapesos internos y externos. En el caso mexicano, se ensalza el abúlico pragmatismo –tañido de complicidad– con que López Obrador consiguió apaciguar, así fuera de dientes para afuera, su odio y su desdén hacia nosotros.
Por desgracia, Trump 2.0 no será siquiera parecido al que llegó a la Presidencia, de manera sorpresiva, ocho años atrás. Por una parte, ya no es el showman inexperto y atrabiliario que tropezó una y otra vez –ha aprendido la lección–, como demuestra su manera de rodearse sólo de fanáticos e incondicionales; por la otra, ahora cuenta con el apoyo casi absoluto de las dos Cámaras y la Suprema Corte –que modeló a su antojo–, así como de la mayoría de los ciudadanos; y, en fin, no es ya sólo el “outsider” que prometió hacer grande a Estados Unidos otra vez, sino el reo humillado en los tribunales henchido de deseos de venganza.
Visto de otro modo, este Trump 2.0 representa –y ha leído mejor que cualquiera de sus críticos– el espíritu de nuestra época: un momento definido por el aborrecimiento del pasado –o del pasado inventado por él y por sus pares–, por la desconfianza hacia las instituciones democráticas –siempre expresada como defensa de la verdadera democracia–, por el resentimiento elevado a la condición de virtud cívica, por el ansia de verdades absolutas y, lo más grave, por el profundo desprecio hacia quienes no piensan como él.
Trump 2.0 es, asimismo, el producto decantado de nuestra era digital: el mejor jugador en la brutal arquitectura de las redes –hace ocho años, hizo de Twitter su principal herramienta de comunicación y hoy Elon Musk y X han sido sus pilares– y quien mejor ha aprovechado del desconcierto ante la precariedad del futuro o la fluidez de las identidades para presentarse como el único capaz de recuperar la solidez de una Edad de Oro inexistente.
Sus disfraces son, también, reflejo de los nuestros: un multimillonario que se vanagloria de ser el azote de las élites; un lenguaraz que acusa a los demás de mentirosos; un devoto neoliberal que promete el regreso al proteccionismo; un pecador irredento aliado de los puritanos; un acosador que juega a ser víctima del Estado Profundo.
A diferencia del 1.0, Trump 2.0 está decidido a cumplir sus promesas, o al menos, a convencer a sus seguidores de que lo ha hecho: si ha anunciado la deportación más grande de la historia, sin duda empezará con ella hasta donde llegue; si ha iniciado la disrupción del libre comercio internacional, no cejará hasta tenerlo bajo su control; si ha dicho que por un día será un tirano, lo será por muchos.
Minimizarlo es la peor estrategia: no es solo un bocón, sino un “bully”. Con México no tendrá clemencia: ya ha nombrado a los peones –una panda de racistas– decididos a asfixiarnos hasta que estemos a su servicio cumpliendo sus órdenes en nuestras dos fronteras.
Y lo peor: el Hombre del Año alentará el ascenso de decenas de imitadores: pronto no habrá dónde refugiarse. Frente a él y quienes se han sumado a su culto, no queda sino engrosar la resistencia: un espacio cada vez más pequeño desde el cual luchar por la preciosa y frágil idea de humanidad.
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