El artículo 93 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en su cuarto párrafo dice: “Cualquiera de las Cámaras podrá convocar a los Secretarios (sic) de Estado, a los directores y administradores de las entidades paraestatales, así como a los titulares de los órganos autónomos, para que informen bajo protesta de decir verdad, cuando se discuta una ley o se estudie un negocio concerniente a sus respectivos ramos o actividades o para que respondan a interpelaciones o preguntas”.
Es el caso que la Cámara de Diputados convocó al secretario de la Defensa Nacional para que compareciera a explicar el “hackeo” de que fue objeto su dependencia a manos de la curiosa e indiscreta guacamaya.
El señor general, estando obligado a comparecer en virtud de un deber impuesto por la constitución que protestó cumplir y hacer cumplir, accedió a reunirse con los diputados, pero en sus oficinas y en privado.
Fijó día y hora –el próximo 18 de octubre a las 10:30 horas– en que los recibiría en las oficinas de la Secretaría a su cargo.
En un país cuyo Presidente, previendo las réplicas a sus posturas cuando no están debidamente fundadas, relama de sus supuestos opositores que no le vallan a salir con que “la ley es la ley”, no debiera extrañar la reacción de un subordinado suyo, y sin embargo, frente a tal arrogancia, es inevitable el escozor que la actitud descrita produce.
La fragilidad mostrada por el sistema telemático militar no es cosa menor. La posición de los legisladores se justifica sobradamente. Lo que no puede admitirse es la reticencia para comparecer mostrada por la cabeza de esa dependencia.
Los diputados irán a la sede del mando militar; oirán lo que se les quiera decir, no lo que pretenden oír. Su periplo sería anodino si no implicara algo muy parecido a una insubordinación frente al poder de la ley, en la que se plasma la soberanía cuya defensa justifica que existan, en última instancia, las Fuerzas Armadas.
Es ese un galimatías difícil de sostener en un formato jurídico que supone atribuciones y deberes inexcusables, que el propio funcionario prometió solemnemente cumplir.
La política en mucho se hace, dicen los enterados, a través de signos generalizados, y es innegable que el desplante de que en este caso se hace gala implica, sin duda, el despliegue de una condición que sólo a los reyes, y con reservas, correspondía: estar por encima de la ley.
El siglo 18 dio al traste con esa pretensión, que distorsionaba las cosas y daba lugar a los absurdos propios del absolutismo. En su lugar, abría la puerta de la democracia, que es más que comicios, mucho más, porque es gobierno que, para no ser demagogia, requiere de apego a las normas que componen el orden jurídico en todas las acciones de la actividad pública. Eso es el “Estado de derecho” y no otra cosa: el gobierno de la ley, no de los hombres, por encumbrados que crean estar.
En el siglo 21 y en un contexto de oferta transformadora, no sólo no es dable romper esa disciplina, sino que es inadmisible hacerlo ¿Tomará el presidente alguna medida? ¿Tendrá consecuencias el desaire? Difícilmente, y si bien es deplorable la conducta involucrada, tiene una faceta positiva: permite anticipar cuál podrá ser la actitud de las fuerzas armadas frente a la ley en aquellos eventos que cuenten con su intervención.
En vísperas de una reforma electoral como la que se presiona desde el mando supremo, cuyo principal objetivo es amarrar las manos del INE para impedir que funcione, por ejemplo, es particularmente importante conocer ese indicador, sobre todo porque ahora permanecerá en las calles, legalmente, hasta 2028.
El deterioro, en general, es mayor, pero el mal, a mi juicio, puede todavía repararse, aunque trabajo costará el empeño: harán falta un patriotismo genuino y un razonable nivel de civismo que, lamentablemente, hace ya mucho que no se ven con facilidad.
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