Querida lectora, querido lector: ¿cuál es, para ti, el concepto de normalidad?
Según las definiciones que podemos encontrar en el diccionario, la “normalidad” se entiende como aquella condición que identifica todo lo que se ajusta a las normas establecidas por la sociedad en cierto momento histórico y que son aplicables a un determinado contexto geográfico o a las expectativas comunes y generales.
Ser normal significaría, por lo tanto, no hacer (o ser) nada que pueda salir de lo ordinario, ni para bien ni para mal. Ser normales nos permite encajar en un contexto y espacio. Puede definir nuestra zona de confort. Sin embargo, en ciertas ocasiones, la normalidad se puede transformar en una jaula que nosotras y nosotros mismos construimos a nuestro alrededor para no enfrentarnos a lo que somos y queremos realmente.
Muchas veces es más fácil encajar en un concepto de normalidad que no corresponde con nuestra esencia, para no tener que enfrentar las necesidades que plantea nuestra identidad.
Me gustaría poder hacer con ustedes un experimento. Estoy segura de que, si preguntáramos a varias personas que indiquen por lo menos tres cosas que consideran “normales”, la lista de cada uno de nosotros sería diferente. Por ejemplo, para mí es normal llevarme bien con mis vecinos. Además, para mí es normal desayunar un pan dulce y tomar mi café todas las mañanas. Asimismo, para mí es normal que mis gatos duerman conmigo.
Muchas de estas “normalidades” pueden depender del contexto cultural y familiar en el que crecí o de lo que he aprendido a lo largo de la vida. No hay cosas que sean más correctas o mejores que otras, siempre y cuando sean costumbres o actividades que no lastimen a nadie.
Creo que cada ser humano debe tener el derecho de ser y hacer lo que lo hace más feliz y lo hace sentir libre y pleno, con el único límite de respetar los derechos y las libertades propias y de las demás personas.
Cada persona debe tener la posibilidad de escoger libremente desde las cosas más sencillas (alimentación, vestimenta, hobbies, etc.), hasta los temas más profundos e interiores, como la religión, la orientación o preferencia sexual, la identidad de género, entre otros.
Existen muchas personas que, por ejemplo, no conciben la posibilidad de que alguien decida no casarse y no tener hijos. O que una persona decida dejar su familia y su tierra e irse a trabajar a otro país. O un hombre que ama a otro hombre, o una mujer a otra mujer. Hay quienes no soportan a las personas libres e independientes y las critican de manera negativa, al destacar, en muchas ocasiones, características que indicarían poca seriedad. Hay quienes, sin saber nada del camino recorrido por alguien más, solo se concentran, con una pizca de envidia, en la apariencia y en el resultado final, y tachan a las personas objeto de su atención de privilegiadas, sin saber todo el esfuerzo, trabajo y disciplina que llegar a ese resultado implicó.
La naturaleza nos enseña que los animales atacan en dos circunstancias: cuando tienen hambre o cuando perciben la presencia de un peligro. Las personas no somos tan diferentes: también “atacamos” cuando tenemos miedo y percibimos un peligro que se acerca. Sin embargo, en muchas ocasiones, ese peligro no es real, sino que lo genera nuestra mente cuando alguien más, con su forma de ser y con lo que hace, nos muestra algo de nosotras o nosotros que no queremos ver. Una herida o un trauma, por ejemplo. Y al final, es mucho más fácil minimizar a los demás, atacarlos y burlarnos de ellos en lugar de revisar dentro de nosotros mismos qué es lo que podemos cambiar o corregir para conseguir lo que tanto anhelamos.
Al final, no hay nada más fácil que vivir una vida dentro de lo ordinario. Pero, al mismo tiempo, no hay nada más aburrido y peligroso que quedarse dentro de la normalidad.
Y si esto es el precio que hay que pagar, no, yo no quiero ser “normal”.
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