POR: JORGE VOLPI
Tiene que haber una sibilina estrategia detrás de todo esto. Una meta oculta. Una razón de peso para la incertidumbre y el caos. Una trampa para el resto del mundo, o al menos para China. Un acertijo que los demás aún no hemos descifrado. Sabemos (¿sabemos?) que nos enfrentamos a un gran negociador. No: al Gran Negociador. Ya fue Presidente en una ocasión. Es multimillonario. Es el hombre más poderoso del planeta. Nadie duda de su astucia (¿nadie?). De seguro está rodeado por los especialistas más preparados del planeta. Los mejores asesores, pagados a precio de oro. Un grupo de genios que se adelanta al futuro. Imposible que el entorno de la Casa Blanca -con el mejor staff de la Tierra- no lo detenga si lo suyo solo fuera un capricho o una insensatez.
Desde que asumió su cargo hace menos de tres meses, Donald Trump se ha embarcado en una guerra comercial que, a ojos de cualquier observador sensato, no podría ser calificada sino de errática y demencial. Un día hay aranceles de tanto y tanto para Canadá y México; al siguiente, ya no están sobre la mesa. Aparecen otros a nuevos productos. Afirma, primero, que se trata de medidas para combatir el tráfico de fentanilo o para frenar la migración. Luego afirma que no puede seguir permitiendo que estos países se aprovechen de Estados Unidos con su enorme déficit comercial. Un mes después, vuelve a dar la vuelta: los montos se modifican y parece respetar el Tratado de Libre Comercio entre los tres países, pero a continuación elige bienes que en todo caso tendrán aranceles. ¿Cómo decide cuáles y cuánto? Nadie lo sabe. Una cosa es segura: las respuestas de los gobiernos de México y Canadá, radicalmente opuestas -una complaciente, la otra agria-, no tienen el menor efecto en sus decisiones.
A partir de allí, Trump se empeña en aplicar el mismo toma y daca a sus demás socios. Anuncia que habrá aranceles para cada uno; pocos le creen hasta que, en efecto, presenta un listado de países con sus correspondientes porcentajes. ¿Cómo ha calculado los montos? No mediante el riguroso análisis de cada economía, sino a partir de una fórmula tan obvia como rupestre. Durante días, los mercados entran en pánico; la bolsa se derrumba, se esfuman miles de millones, Europa y China contrarrestan mientras México continúa con su estrategia de apaciguamiento; nadie entiende qué va a suceder hasta que de la noche a la mañana Trump da marcha atrás. Ahora ya no serán esos números, sino una tarifa plana de 10% para el orbe entero. ¿México y Canadá también? Primero sí, luego no, luego quién sabe.
No: el caos no puede ser gratuito. La destrucción no puede ser improvisada. Tiene que haber una estrategia a largo plazo. Tiene que haberla. Pues no: todo indica que no la hay. Por más que algunos insistan en hallarla o entreverla, en querer explicar la vesania, la improvisación y la torpeza con un astuto plan maestro -una especie de teoría de la conspiración a la inversa-, no, definitivamente no la hay. O sí, pero no es una razón económica, sino sicológica: nada disfruta Trump, desde sus días en El aprendiz, aquel tosco reality que lo tiene -y nos tiene- en esta posición, como mangonear, azuzar, intimidar y finalmente despedir a sus empleados, sólo que ahora son, en su actual cargo, presidentes o primeros ministros, en teoría sus aliados.
La humillación a la que pretende someterlos -“más de 75 han venido a arrodillarse frente a mí”, ha presumido-, ¿basta para creer que obtendrá algún beneficio concreto? ¿Que semejante exhibición de autoridad volverá a hacer que Estados Unidos sea grande otra vez? Muchas veces a lo largo de la historia hemos tenido noticia de líderes globales -emperadores y reyes, führers y presidentes- que se han rodeado de asesores pusilánimes que solo confirman sus delirios y conducen a sus respectivas naciones a la ruina. La más pura improvisación: destruir a mansalva sin saber qué construirá en su lugar. Acaso sea tiempo de darnos cuenta de que lo peor de esta época -lo más inquietante y peligroso, como cuando Hitler decidió invadir la URSS- es que Trump no cuenta con ningún plan.
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