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Coahuila

El amor derramado por nosotros

Por Columnista Invitado

Hace 1 año

De la pasión a la muerte

Estamos en el viernes santo, justamente en la transición de un momento del triduo al otro, a saber, de la pasión se pasa a la muerte. Ya solo quedaría, después de hoy, la espera paciente y orante de la resurrección del Señor con la vigilia del Sábado Santo.

Este momento comienza con el primer padecimiento de Nuestro Señor Jesucristo, cuando una “angustia de muerte” lo acecha y surge la tentación de “apartar el cáliz”. Sin embargo, como dice la carta a los hebreos “aprendió a obedecer padeciendo” (Heb 5,8), y toma la voluntad del Padre como suya introduciéndose al suplicio de la Cruz desde el huerto de los olivos. Es desde ahí que comienza a experimentar lo peor de la humanidad, desde la traición de uno de los suyos, la violencia que causa el egoísmo y enojo (cuando Pedro saca la espada para herir a uno de los criados), la negación de quien había sido designado como Roca para sus hermanos, el abandono de los demás, la burla de los soldados; todo esto sin contar lo que después se nos narra sobre los padecimientos físicos de Jesús: latigazos, coronación de espinas, desvelo, inanición, golpes, cansancio, etc. Fuerte la escena que nos podemos imaginar de los eventos sucedidos, y aun así se queda corta en comparación con lo que en ese momento sucedió.

He ahí el hombre

El cuarto poema de Isaías, escuchado en la primera lectura, nos dice en Is 52, 14 que “muchos se horrorizaron al verlo, porque estaba desfigurado su semblante, que no tenía ya aspecto de hombre”. Jesús ha hecho suyo este poema en la Pasión y con esto ha dado cumplimiento a las Escrituras Sagradas, puesto que, en efecto, ha tomado el pecado de su pueblo para salvarlo.

Poncio Pilato exclama “He ahí el hombre” y con esta expresión entendemos el significado de la Pasión salvadora de Nuestro Señor Jesucristo, en él se manifiesta lo peor de la humanidad, el hombre ha quedado destruido, reducido a algo que no tiene humanidad, despojado de su verdadero sentido y significado, el hombre ya no tiene aspecto de hombre. La humanidad ve en el Jesús del Calvario como un espejo de lo que se ha convertido, se ve a sí misma en una figura que expresa las últimas consecuencias del pecado, una figura que causa horror solo de mirarla.

El amor se vacía y derrama

Esta imagen del ser humano, que recoge todo lo que la humanidad se ha esclavizado en el pecado, es llevada a la cruz en Nuestro Señor Jesucristo, de tal manera que, cargando sobre sí nuestros pecados, los ha crucificado con él en el Calvario. En él se manifiesta este regalo de amor tan grande pues “al que no cometió pecado, Dios lo hizo pecado para salvarnos” (2 Cor 5,21). De esta manera, el inocente muere por el culpable, y los culpables vivimos por el inocente. ¡Qué regalo de amor tan grande en el que el amor se vacía hasta la última gota y se derrama en gracia para nosotros!

Con ello toda esclavitud de pecado es superada, en este sacrificio nos hacemos libres de toda atadura gracias a la Cruz de Nuestro Señor. Todo pecado ha quedado crucificado y, con ello, la humanidad ha recobrado su libertad y belleza original, el plan que Dios tenía para el ser humano desde el comienzo de los tiempos ha vuelto a la naturaleza humana. En cristo tenemos al verdadero hombre y verdadero Dios ¡he ahí el hombre! ¡Qué frase tan verdadera y esperanzadora! Cristo es, efectivamente la verdadera imagen de lo que el hombre es, con toda su belleza y perfección, y con ello nos muestra el camino para todas las personas que le sigamos. Es en la pasión donde se muestra la verdadera vocación del ser humano y el reto que esto conlleva, ya lo había dicho Jesús “si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a si mismo, tome su cruz y me siga” (Mt 16,24).

El regalo para el mundo

Este gran gesto de amor que se derrama para la humanidad constituye el camino que deberá pasar toda persona para seguir los pasos del maestro, no sin dificultades. Es por ello que el Señor ha querido dejar otro regalo para el bien de la humanidad: la Iglesia. Es en la comunidad de creyentes donde el ser humano encuentra el servicio del Señor en la cruz perpetuado a lo largo del tiempo, en seguidores concretos, con sus fallas y limitaciones, pero con la fe en Cristo que les hace querer hacer lo mismo que el maestro. Aquel mandato que ha dejado se va haciendo realidad en la gracia de Dios derramada en la comunidad.

A su vez, la comunidad deberá esforzarse por seguir el mismo camino de su Señor, la pasión se vuelve, pues, parte esencial de la Iglesia y se convierte en su estilo de vida. Todas las pruebas y padecimientos que lleva el seguidor de Cristo toman sentido en la perspectiva de la Cruz. No se ven ya como un castigo sino como una ofrenda que se da al Padre. La entrega de sí mismo hasta dar la vida se inserta en el lenguaje del amor, para ser causa de salvación para la humanidad. Así, la iglesia se hace consciente de esta vocación de servicio en la cruz, se vacía a sí misma hasta dar la última gota de sangre como su Salvador. Se vuelve servidora de la humanidad y, así, lo que celebraba desde la Última Cena a través de ritos y gestos, ahora lo vuelve vida en el servicio entregando todo de sí, incluso hasta dar la vida.

Todo cristiano que se sabe inserto en esta nueva dimensión de su fe, se convierte en ofrenda permanente para Dios en el servicio a los demás. La voluntad que se requiere para esto es sostenida por la gracia del Espíritu Santo, que viene en auxilio de nuestra debilidad y nos hace recorrer la senda de nuestro Salvador superando las adversidades. Agradezcamos a Dios estos dones de su amor y pidámosle que nos dé la fuerza para seguirlo, que fortalezca la fe para no desfallecer y que nos haga conscientes de este gran amor suyo derramado en la cruz por nosotros.

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