Para Enrique por su cumpleaños
Ayer, llegaron a su fin dos leyendas, dos iconos de la cultura popular mexicana y dos mujeres emblemáticas cuyas vidas ya son parte de nuestra nostalgia. A las dos las vamos a extrañar por distintas razones.
Cuando veía a Tongolele bailar en las películas del Cine de Oro mexicano, me impresionaba la forma en que bailaba, entonces quienes la aplaudían, es decir, sus admiradores, 99% masculinos, corrían el riesgo de ser excomulgados. ¿Por qué? Porque incitaba a los malos pensamientos. Su nombre completo era Yolanda Yvonne Montes Farrington y le decían “la Diosa Pantera”, por sus ojos intensamente azules, su sello particular era su mechón blanco del lado derecho, entre una cabellera abundante muy larga y negra.
Tenía unos dientes muy blancos y muy parejos, pero sobre todo un cuerpo escultural como para quitarle el sueño hasta al sacerdote más puro de la Iglesia. Tongolele nació el 3 de enero de 1932 en Spokane, Washington, se casó con Joaquín González, percusionista cubano y tuvo dos hijos gemelos, ahora Ricardo y Rubén, son dos hombres guapos y distinguidos.
Desde niña se sintió atraída por la danza y siendo adolescente trabajó como bailarina exótica en el Ballet Internacional de San Francisco California. Llegó a México a los 15 años, en 1947.
Andando el tiempo, Tongolele se convirtió en un símbolo sexual y prohibido, en la época en la que trabajó en el Teatro Tivoli. Muy pronto fue reconocida como la Reina de las Danzas Tahitianas.
Como escribiera Carlos Monsiváis, en el prólogo de la novela: No han Matado a Tongolele, “Tongolele en los periódicos. Tongolele en las portadas de las revistas. Tongolele multiplicada en cientos de carteles que se disputan los muros de la ciudad con anuncios de box, toros y lucha libre. Tongolele va de boca en boca por cafés, restaurantes, cantinas, fiestas, reuniones”.
Dijeran lo que dijeran las malas lenguas puritanas e hipócritas, estoy segura que Tongolele se casó virgen, era un alma pura y se fue derechito al cielo porque durante sus últimos años ya no se acordaba de que había sido una vedette exótica que aturdía a centenas de hombres. Padeció Alzheimer.
Desde que escuché cantar a Paquita la del Barrio (Francisca Viveros Barradas) en el 2002, en el Auditorio Nacional, me gustó su estilo y sobre todo la letra de sus canciones.
Ya la había escuchado antes, pero verla me hizo admirarla más. Entonces, escribí en nuestro periódico: “¡Qué espléndido acompañamiento gracias a su maravilloso acordionista! ¡Qué dignidad y categoría la de Paquita! ¡Qué manera de interpretar lo que cada mujer ha llegado a sentir algún día en su vida! ¿Quién de nosotras no ha vivido el desamor, el desengaño y la decepción? Por eso, escucharla es volver a vivir estos momentos tristes, pero sin enojo”.
Ayer que estuve viéndola en algunas entrevistas de televisión, me dije confirmando, lo que ya me había preguntado acerca de esta mujer tan vital y con tanta personalidad y desparpajo.
Todo lo que expresa y canta es verdad, es la neta, sí se le cree, porque ella vivió el dolor desde que era niña, nacida en una familia de Veracruz, muy modesta.
Todavía se acordaba que de adolescente no tenía zapatos, por eso se casó tan joven con un señor 30 años mayor que ella, quien tenía otra familia. De allí que Paquita cantara con tanta emoción cada una de sus canciones, especialmente las de despecho y rabia.
Por ejemplo, la que dice: “Tres veces te engañé: la primera por coraje; la segunda, por capricho, la tercera por placer. Y después de esas tres veces y después de esas tres veces, no quiero volverte a ver. ¿Me estás oyendo inútil? Bueno para nada. Pa’ puras vergüenzas, dices que me quieres y que me perdonas, pero lo que tú hagas no importa ya”.
Por si fuera poco, la música de Paquita nos permite reencontrarnos con nuestra música, con la que llega derechito al corazón. Si algo hay que agradecerle a Paquita la del Barrio, aparte de su espléndida voz, era su autenticidad y su sencillez.
A pesar de que no se trataba de una mujer moderna, y que no era sofisticada y que no contaba con un cuerpo escultural y tampoco un cuello de cisne y de que su vestimenta no la hubiera imaginado ni el propio Fellini, toda ella era maravillosa. Porque no se quería parecer a nadie más que a Paquita. Por eso se le perdonaba todo.
Gracias a ella, muchas mujeres teníamos ganas de pecar bien y bonito, por eso seguramente, Paquita se irá, como Tongolele, derechito al cielo.
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