Al escuchar las declaraciones de Luis Lozoya Austin, director de Pemex en el sexenio de Enrique Peña Nieto, dadas a conocer por el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, resulta ineludible experimentar un “dejà vu”, como llaman los franceses a esa sensación de que uno ya ha vivido antes lo que ahora sucede. No se trata de un “dejà vu” nacional. No. Lo que se asegura, ha dicho Lozoya, remite a un lugar lejano y a hechos ocurridos hace ya 75 años. Concretamente Nüremberg, 1945.
Como se recordará, en esa ciudad alemana se enjuiciaron, y en muchas ocasiones se condenó a colaboradores del régimen nacionalsocialista liderado por Adolfo Hitler. Entonces se sentó en el banquillo a numerosos acusados de crímenes de guerra, entre ellos los autores del exterminio de millones de judíos.
La única defensa de la mayoría de los inculpados fue repetir una frase escuchada hasta el cansancio: “Yo solo cumplía órdenes”. Con ese argumento intentaban trasladar la culpabilidad a quienes habían sido sus jefes inmediatos, en una pirámide de poder jerárquico en cuya cúspide estaba Hitler, para entonces convenientemente muerto. De nada les valió tan estúpido argumento. Buen número de ellos terminaron en la horca.
Como criminal de guerra nazi, aunque con un confort del que no gozaron los enjuiciados de Nüremberg, Lozoya Austin –siempre según la versión de Gertz Manero– repitió el numerito de los nazis. A él, dijo, el presidente Enrique Peña Nieto y el secretario de Gobernación Luis Videgaray le dieron órdenes de entregar 500 millones de pesos, producto de un soborno de la firma Odebrecht, para la campaña de Peña en busca de la presidencia.
Los mismos personajes, agregó, también le ordenaron entregar 84 millones al entonces secretario del Partido Revolucionario Institucional, y cumpliendo órdenes, siempre de Peña y de Videgaray, puso en manos de diputados y un senador de oposición otro montón de millones. Dádiva destinada a convencer a los legisladores de apoyar las reformas constitucionales impulsadas por el entonces Presidente.
Así, el obediente Lozoya Austin, según él, fue una víctima de los malvados Peña Nieto y Videgaray. Igualito que los criminales de guerra nazis. Tal confesión sería ridícula si no fuera cínica.
Pobrecito del ingenuo Lozoya Austin. Se aprovecharon de su inocencia y de su lealtad a toda prueba para cometer actos ilegales. Seguramente él no sabía que aquello estaba mal, aunque, de pasada, el cumplimiento de tan insólitas órdenes le dejó de ganancia por lo menos dos palacetes, que ya entregó al Gobierno federal, de acuerdo a las últimas noticias, además de darle la oportunidad de llevar una vida de lujos propia de jeque árabe.
Al inocente muchacho, tan ajeno a las corruptelas de sus superiores –él solamente era el cartero encargado de repartir bolsas de dinero– seguramente otro perverso le mal aconsejó abrir cuentas en paraísos fiscales y hacer complicadas triangulaciones de banco a banco, en los que involucró a su señora madre, a su esposa y a una hija, demostración incuestionable de su inexperiencia.
“A otro perro con ese hueso” es un dicho popular aplicable para la ocasión, que incluyó el mismísimo Cervantes en El Quijote. Sin embargo, las autoridades, al mantenerlo libre, parecen creer a Luisito, lo que hace pensar –mal pensado que es uno– que a ellos les conviene creerle. Solo falta que por ser tan obediente, quizá hasta lo nombren Empleado del Mes.
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