“Lo malo no deja de ser malo porque la mayoría lo comparte”.
Lev Tolstoi, Una Confesión
El presidente López Obrador ha logrado la reforma judicial que quería. Es una pésima reforma, por supuesto. Las elecciones al poder judicial serán tan despreciadas por los electores en México como en Bolivia, y mire que en Bolivia el voto es obligatorio.
A través del poder de seleccionar a los candidatos el Gobierno impondrá a todos los jueces, magistrados y ministros. El Tribunal de Disciplina se encargará de que ningún juzgador se desvíe de las instrucciones que se emitan desde Palacio Nacional.
La división de poderes que establece el Artículo 49 de nuestra Constitución será para todos los propósitos prácticos letra muerta. La corrupción aumentará ante la falta de jueces independientes.
Ni siquiera estoy seguro de que el Presidente quisiera reimplantar el régimen de partido único que recuerda con tanta nostalgia de su juventud en los años 70.
Su reforma parece salida más del hígado, de su incesante necesidad de venganza ante los jueces que osaron desafiarlo y aportar fallos conforme a derecho, que de la cabeza.
No creo que la herencia de un régimen de poder vertical y autoritario sea una bendición para la Presidenta electa Claudia Sheinbaum. Pienso que habría podido gobernar mejor un país con instituciones democráticas y contrapesos al poder presidencial.
Un editorial del Financial Times advertía este 10 de septiembre que “el camino retrógrado de México en el Estado de derecho” pone en riesgo su posición como un país norteamericano.
Señalaba que la Presidenta electa tiene tiempo todavía para reconsiderar la desviación de los valores e instituciones democráticos “antes de que los inversionistas empiecen a reconsiderar a México como un país centroamericano”.
La Texas Public Policy Foundation, mientras tanto, lanzó por X una invitación a los inversionistas que “estén buscando un nuevo hogar como resultado de la incertidumbre por la radical reforma judicial de México”.
Nuestro país, claro, no desaparecerá. La enorme mayoría de los mexicanos no están al pendiente de cada disparate que ordenan los gobernantes. México tiene todavía una economía razonablemente vigorosa, a pesar de haber crecido menos de 1% anual en el sexenio de López Obrador.
Su fuerza es la aspiración de prosperar de millones de mexicanos, a pesar de las medidas tomadas por un Gobierno receloso del “aspiracionismo” de las clases medias. Ni siquiera la docena trágica de los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo pudo acabar con el país, aunque sí provocó la prolongada crisis económica de la década perdida.
Gracias a su popularidad, que Adolf Hitler consideraba en Mi Lucha como “el primer fundamento inherente a la noción de autoridad”, el presidente López Obrador ha logrado en apenas un sexenio desmantelar las instituciones de una República moderna con contrapesos al poder.
Ha aceptado, sin embargo, dejar la Presidencia este próximo 1 de octubre en manos de la sucesora que él personalmente designó. Claudia Sheinbaum hereda ya no una democracia integral, sino un sistema despótico. Le corresponderá decidir si quiere ser una déspota ilustrada o si preferirá mantener el Gobierno de ocurrencias “mañaneras” de su predecesor y mentor.
La doctora Sheinbaum es una mujer mucho más preparada que López Obrador. Ha ofrecido señales de favorecer el diálogo y la razón en casos en los que AMLO ha preferido la imposición y la cerrazón.
A final de cuentas, sin embargo, tener el control de un Gobierno sin contrapesos, ni siquiera en el Poder Judicial, y es una tentación muy grande. Esperemos que ella entienda que la dictadura de la mayoría puede ser tan ineficaz y autoritaria como la de una oligarquía.
Cambios
No deja de ser paradójico que la cuarta transformación, que supuestamente representaba un deseo de cambio humanista y democrático, ha terminado contando con muchos de los operadores políticos del viejo PRI hegemónico. “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, diría Lampedusa.
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