Todas las personas somos titulares de derechos por el simple hecho de ser humanos, pero también tenemos deberes. Estos no se limitan a obligaciones jurídicas (que, si no se respetan, reciben una sanción prevista por el derecho); su naturaleza puede ser ética, moral, religiosa, entre otras. En consecuencia, también la sanción puede variar según esa naturaleza.
Todo lo que hacemos, bueno o malo, tiene consecuencias. Debemos asumir la responsabilidad de nuestras acciones, tanto para bien como para mal.
La semana pasada hablamos, en este mismo espacio, de los apoyos y consejos que ofrecemos a quienes enfrentan dificultades o nos piden ayuda. Pero, ¿qué ocurre si, por alguna razón, decidimos dejar de apoyar? No hablo de la posibilidad de no ayudar a nadie en absoluto, sino de optar por no apoyar a alguien en particular o a personas con las que ya no compartimos principios ni valores.
Muchos podrían pensar que dejar de ayudar nos convierte en malas personas. Sin embargo, no creo que sea así. Durante mucho tiempo (y quizás todavía lo hago, aunque ahora de manera más consciente), no me importaba qué tenía que hacer para ayudar a quienes me pedían apoyo, fueran personas cercanas o no.
Quienes me conocen lo saben: siempre estoy disponible de manera incondicional, especialmente para las personas que quiero. Cuando decido ayudar, hago todo lo posible por conseguirlo, siempre respetando las reglas y los derechos de los demás.
Intento todo lo que está a mi alcance. Incluso llegué a descuidar mis propios asuntos para priorizar los de otras personas. ¿Por qué? Reflexioné mucho sobre esto y encontré varias razones, pero aquí compartiré solo una: de manera inconsciente, creía que mis problemas, aunque difíciles, podían esperar o no eran lo suficientemente importantes como para recibir mi atención plena, ni mucho menos la atención de las personas cercanas a las que ayudaba.
Parte de esa situación era mi responsabilidad: no pedía ayuda porque pensaba que podía resolverlo sola y no quería incomodar a nadie. Sin embargo, al hacer consciente esta dinámica personal, decidí pedir ayuda a las mismas personas a las que tanto había apoyado. Me llevé una gran decepción: esas personas no estaban disponibles para ayudarme, ni a mí, que siempre estuve para ellas de forma incondicional, ni a nadie más.
Afortunadamente, a lo largo de mi vida he recibido apoyo y amor incondicional de muchas personas. Soy muy afortunada. Pero esa mala experiencia también me dejó una lección importante.
No nos convierte en malas personas dejar de ayudar a quienes no están disponibles para nosotros, que no comparten nuestros principios y valores, o que no están presentes en los momentos difíciles ni, muchas veces, quizás por envidia, en los buenos. Estas personas suelen estar demasiado centradas en sus propias vidas como para interesarse en la de los demás, y tampoco tienen interés en cambiar.
Es cierto que, en ocasiones, todos atravesamos momentos en los que nos enfocamos más en nosotros mismos y dejamos de ver lo que ocurre a nuestro alrededor. A mí también me ha pasado, y tuve la suerte de que alguien me lo hizo notar, lo que me permitió corregir mi comportamiento, porque no quería ser así. Sin embargo, hay quienes son así por elección y desean seguir siéndolo.
En esos casos, creo que tenemos todo el derecho de decidir no seguir apoyando. No debemos cargar con un gran sentido de responsabilidad que nos impulse a ayudar a quienes piden apoyo desde el egoísmo. Es mejor dedicar esa energía a trabajar en nuestra mejor versión y a quienes realmente lo necesitan.
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