Nacional
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AP
Publicado el miércoles, 25 de noviembre del 2009 a las 04:13
México.- Mirna Torres baila salsa con un individuo de barba canosa por 1,50 dólares la pieza en el Barba Azul, un cabaret sombrío, decorado con llamativos motivos eróticos.
El lugar está casi vacío y luce medio derruido, igual que sus bajorrelieves de mujeres voluptuosas desnudas, a algunas de las cuales les falta un pie o un pezón.
Los bares como el Barba Azul fueron alguna vez el corazón de una activa vida nocturna en la que Fidel Castro planificó su revolución y Pancho Villa hizo un disparo al aire, pero hoy están moribundos.
Los cabarets se hicieron populares en las décadas de 1930 y 1940, en que este país profundamente católico comenzó a adoptar costumbres un tanto más liberales. Celebridades, políticos, artistas y gente común bailaban con muchachas que bebían tequila en bares atestados.
Torres mandó a su hija a la facultad de medicina con el dinero que ganó en estos bares, donde unos pocos pesos compraban un baile y a veces un poco de romance.
Los viejos cabarets están siendo reemplazados por bares de desnudistas al estilo estadounidense, donde mujeres veinteañeras que se han sometido a operaciones para mejorar su silueta bailotean casi desnudas muy cerca de los hombres a cambio de 20 dólares.
“Las ‘table dancers’ son una desvergonzadas, bailan desnudas. Nosotros conservábamos nuestra inocencia”, afirma Torres, de 54 años, cuya camisa blanca se pega a un cuerpo robusto y cuyo único toque artificial es un poco de colágeno en los labios y una permanente.
Eran la versión mexicana de las bailarinas de cancan de París o de los “taxi dance clubs” de los Estados Unidos.
Los mejores músicos de México tocaron en los cabarets, conocidos como “ficheras” porque las mujeres cobraban fichas de uno o dos dólares por cada baile o trago que compraba un cliente. Al terminar la velada, cambiaban sus fichas por efectivo.
De los más de 50 bares de ficheras que hubo en el Distrito Federal a mediados del siglo XX quedan apenas media docena. Hace poco cerró sus puertas “Bombay”, done el presidente mexicano Adolfo López Mateos, el pintor José Luis Cuevas y el “Che” Guevara habrían bailado algunas piezas.
El fenómeno era tan popular que en los años 70 se hicieron muchas películas enfocadas en las ficheras.
“Son una reliquia de otra era en la historia del placer en la ciudad de México, comenta el historiador local Armando Aguilar, quien ofrece visitas guiadas a las cantinas y los centros nocturnos de la capital. “Tanto las ‘table dance’ como las ficheras explotan el sexo y hay un trasfondo sórdido en lo que hacen. Pero con las ficheras había una expectativa de romance, baile y conversación”.
Las ficheras comenzaron a desaparecer luego del terremoto que sacudió la capital y la consiguiente crisis económica de los años 80, que forzaron el cierre de muchos clubes. Más devastadora todavía fue la llegada de los ‘table dance’ clubs en los 90.
Los clubes de desnudistas son inmensamente populares y han generado el surgimiento de dos términos nuevos: “teiboldance” para los locales y “teibolera” para las bailarinas. En el centro de la ciudad en la Zona Rosa que frecuentan los turistas abundan los individuos con trajes baratos que ofrecen a los hombres “teiboldance, chicas, chicas, no cover (no se paga entrada)”.
Las ficheras no se desnudaban, pero eran muy provocativas y a veces terminaban acostándose con sus clientes en hoteles de la zona. Pero no siempre.
En un libro reciente sobre la ciudad de México, una fichera dice que en una ocasión un hombre le pagó para que comiese pétalos de rosa desnuda.
Las ficheras de hoy no pueden ocultar su condición de madres de clase obrera entradas en años. Sus vestidos cortos cubren caderas rellenitas.
Rocío Jiménez, quien tiene 57 años y nietos, dice ser la fichera más veterana de la capital, con 32 años en el oficio. Actualmente trabaja en el cabaret Dos Naciones.
Dice que comenzó a bailar para mantener a sus mellizos de cinco años cuando la fábrica en la que trabajaba cerró.
Tiene canas y el mentón muestra las secuelas de una cirugía dental mal hecha. En su cuerpo se notan las décadas de trasnochadas, de tequila y de resistir las insinuaciones de los clientes. Se levanta de su silla con dificultad, ayudándose con la mesa.
Se le humedecen los ojos cuando recuerda los viejos tiempos.
“Antes era algo romántico, bohemio”, comenta. “El hombre le ofrecía a la mujer una flor y un baile”.
Torres reconoce que el de fichera es un trabajo agotador, difícil. Pero dice que no tenía muchas alternativas cuando se separó de su marido.
“Ha habido historias de amor aquí”, asegura en alusión al sitio donde lleva 15 años trabajando.
El Barba Azul no parece el sitio ideal para buscar amor. Tiene paredes azules con bajorrelieves de mujeres desnudas, las llamas del infierno y el propio Barba Azul, el noble francés de un cuento de hadas que mataba a varias esposas.
Un grupo musical toca sones cubanos y música de salsa y la clientela –mayormente gente mayor, que incluye personas educadas, borrachines y galanes maduros con cabellos teñidos y abundantes joyas–, guían gentilmente a las ficheras en elaborados pases de baile.
“Este es un sitio en el que a los hombres les encanta bailar con las mujeres”, afirmó Manuel Rojas, de 55 años, gerente de un pequeño hotel, quien luce estupendo con su traje negro y una barba canosa.
El Barba Azul tiene mucha más actividad que el legendario San Francisco, un cabaret con cientos de mesas al que ya casi no va nadie.
Elizabeth Fernández, quien tiene 39 años y es abuela, dice que el club cuenta hoy con 30 mujeres, comparado con las 300 ficheras de antaño, cuando ganaban lo suficiente como para alojarse en hoteles buenos y comer en restaurantes caros.
“Ahora ni podemos pagar el alquiler”, se lamentó Sánchez.
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