Por: Jesús Silva-Herzog
Si México es un lugar seguro para los asesinos, lo es aún más para los plagiarios. Y lo mismo que se ha dicho sobre el peligro que corren quienes investigan o denuncian un homicidio puede decirse de quienes muestran o denuncian un plagio. En el paraíso de la impunidad lo que es peligroso es denunciar un delito, no cometerlo. Más vale callar, voltear la cabeza, cambiar la conversación. Asumir que castigar el abuso en México es labor imposible. ¿Por qué perder el tiempo exhibiendo al tramposo si la denuncia no servirá para nada? ¿Por qué seguir creyendo que el estafador recibirá el rechazo colectivo cuando se conozca su falta? ¿Por qué correr el riesgo de enemistarse con un poderoso, si ya sabemos que terminará limpiando su estafa?
La trampa académica de Yasmín Esquivel fue exhibida por Guillermo Sheridan. La candidata que busca permanecer en la Suprema Corte querrá que su expediente se borre de la memoria pública y amenazará con todos los instrumentos de su poder a quien lo desentierre. Pero es importante regresar a lo que mostró el más penetrante de nuestros críticos. El agudo crítico literario ha sido en los últimos años un admirable perseguidor de estafadores.
Al más cuidadoso de los especialistas en Octavio Paz no le ha bastado reconstruir la vida del poeta a través de cartas y versos, no le ha bastado escribir páginas impecables sobre las polémicas culturales más intensas del siglo 20, no ha limitado su ingenio a esas diatribas de veneno genial sobre la demagogia y la estupidez que nos gobiernan. Sheridan ha apostado por la moralidad esencial que debe regir en el mundo de las universidades y de las letras. El reconocimiento de la palabra de los otros es decencia elemental en la conversación pública. La gratitud por el trabajo de antes es el decoro básico.
Robar ideas, robar palabras, robar trabajos no puede ser considerado como un pecado menor. La impunidad es también el reino de la impudicia.
En el país de los zapatos sin dueño, podría pensarse que esa batalla por la honestidad intelectual es una cruzada menor. No lo es. Si la trampa impera en la escuela y en la imprenta, si quienes cometen fraude con las palabras no enfrentan consecuencia alguna nos resignamos a vivir en el país del engaño.
La ministra Esquivel pudo haber hecho esfuerzos por mostrar que el trabajo que se presentó antes que el suyo era, en realidad, posterior. Demostrar que una máquina del tiempo permitió a ese estudiante leer una tesis que varios años después escribiría la estudiante Esquivel. Pero la candidata ha seguido una estrategia distinta: intimidar a quienes han examinado su caso y emplear todos sus recursos políticos y la extensa red de sus conexiones judiciales para tapar los resultados de la investigación.
La mujer que busca presidir la Corte del nuevo régimen se ha dedicado a amenazar y a silenciar a las autoridades universitarias. Por lo pronto, el Poder Judicial se ha convertido en este caso en cómplice de la opacidad. A la comunidad universitaria y a la opinión pública se le niega una información a la que tiene derecho. Y los jueces, convertidos en instrumentos de la autocracia, no tienen empacho en pisotear los principios esenciales de la autonomía universitaria.
La condena al exrector Enrique Graue y a Fernando Macedo Chagolla, quien fuera director de la FES Aragón, es una de las señales más alarmantes del rumbo que toma la justicia. Ambos funcionarios han sido condenados por una jueza de la Ciudad de México por haber lastimado la reputación de la profesora que dirigió la tesis de licenciatura de la candidata oficialista a la Suprema Corte. Cada uno debe pagar una multa de 15 millones de pesos por haber lastimado la reputación de la profesora que dirigió la tesis de Yasmín Esquivel y bajo cuya supervisión se escribieron cuatro tesis prácticamente idénticas.
A los funcionarios universitarios se les condena por cumplir con su responsabilidad. Por convocar a las instancias pertinentes para resolver la controversia, por informar a la comunidad, por hacer todo lo que en sus manos estaba por esclarecer una controversia y por sancionar una obvia falta de integridad académica. La sentencia de la jueza Hernández Mijangos es, como bien ha dicho el investigador Javier Martín Reyes, una aberración escandalosa. Pero es, sobre todo, un anticipo del Poder Judicial que viene.
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