No hay nada más triste que la partida final de un amigo o una amiga, sobre todo si se le conoció desde la juventud. En estas últimas semanas, en las que no he dejado de leer el obituario de nuestro periódico, se han ido tres amigos, dos de ellos eran mis cuates en diferentes épocas. Cuando leí el nombre de cada uno en su esquela, no pude evitar pensar en la muerte, en la mía. “Espero que la esquela que me pongan mis hijos por lo menos ocupe toda una plana”, pensé con cierta filosofía.
Siendo adolescente me enteraba, gracias a su prima hermana Adriana Luna Parra, de la historia familiar de Luis Carlos Campero Trejo Lerdo, quien vivía a dos cuadras de mi casa en la colonia Cuauhtémoc. Me contaba Adriana, quien ya también se fue, que su antepasado era nada menos que Sebastián Lerdo de Tejada, Presidente de 1872 a 1876. Luis Carlos, vestido impecablemente desde muy joven y muy codiciado por las “niñas bien” de entonces, fue un apasionado de la música cubana, de la historia de México; sabía todo, se acordaba de todo y le encantaba analizar lo bueno y lo malo de la política. Era un espléndido financiero y conversador, y su esposa, Tere Molina, le leía el pensamiento. Los dos se divertían con sus ocurrencias que compartían con los amigos de toda la vida; a mí en lo personal me divertían mucho. Cómo lo deben ya de extrañar sus dos hijos: Mariana y Santiago.
Luis Martínez Gómez era uno de los mejores amigos de Enrique, mi hermano. Era “cuatísimo”, con un enorme sentido del humor. “Muy fantasioso y mentiroso”, dice su mujer, María Luisa Rueda Chapital, a quien durante su noviazgo le llevaba serenata una vez a la semana. “Luismartínez”, como todo el mundo lo llamaba de cariño, fue un verdadero obsesivo del tango. Todo el día y la noche lo escuchaba, conocía la biografía de los intérpretes y las letras de tangos y milongas. Él fue la primera persona que me hizo descubrir a Alfredo Zitarrosa. “Me gustan los tangos porque mi mamá era argentina”, les decía a su esposa y a sus cuatro hijos, cuando era una mentira. Las mentiras de “Luismartínez” eran muy chistosas. Otras de sus pasiones, aparte de Carlos Gardel, Hugo del Carril y el uruguayo Julio Sosa, “el barón del tango”, eran el dominó, el ajedrez y la literatura de la “Onda”. Cada vez que venía a cenar a mi casa, que era muy seguido y hasta muy tarde, comentaba con una memoria prodigiosa los libros de sus autores predilectos: Jorge Luis Borges, Juan José Arreola, José Agustín, Carlos Monsiváis, Elena Garro, Octavio Paz, Fernando Benítez, entre otros. Con mi papá platicaba horas de Antonio Machado, Amado Nervo, Rubén Darío, Manuel Acuña, Jaime Torres Bodet, etc. “Luismartínez” era muy buen abuelo. Sus nietos eran como su premio mayor. Mi amigo entrañable se murió en su estudio mientras escuchaba música y fumaba su último cigarro, sus dos mejores amigos.
Dice Alejandra, hija de Joaquín Piña Armendáriz, que su papá era abogado, pero agrónomo de pasión; inventor en todos los aspectos, todo el tiempo estaba inventando cosas nuevas. “Ponía su música a todo volumen, Tchaikovsky, Chopin, Charles Aznavour y Buena Vista Social Club. Admiraba mucho a Isaac Asimov y a Stefan Zweig”. Joaquín Piña, casado con una chilena encantadora, Bárbara Amunategui, murió ayer en la madrugada. La noticia me la dio con voz entrecortada uno de sus mejores amigos, Luis del Valle Prieto. “Era muy generoso y buen amigo, estudiamos juntos en la universidad”. De adolescente, nada me gustaba más que ir a la Zona Rosa en compañía de Joaquín. Entonces, mientras caminábamos muy contentos por la calle de Río Sena, analizábamos las películas de la Reseña o Muestra, que en su momento se proyectaban en el cine Roble, y también me contaba acerca de su primo hermano Pedro Armendáriz y todas las películas que filmó. Lo recuerdo con su suéter negro, cuello de tortuga, y su pelo largo. Adoraba a los Beatles y a los Rolling Stones. De todos los amigos de mi hermano Enrique, Joaquín era el más esnob. Siempre citaba a escritores chilenos como Pablo Neruda, José Donoso y Gabriela Mistral. Mi amigo Joaquín tenía una enorme cualidad, procurar la felicidad de sus amigos; bastara con que uno se encontrara en desgracia para que de inmediato hiciera hasta lo imposible por ayudarlo.
Por último, evoco tristísima un tango que dice: “Adiós, muchachos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos…”.
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